Seis meses después
Las mañanas de Isabela se habían convertido en cartas.
El alba siempre la encontraba igual: la bruma abrazaba la bahía, los adoquines guardaban el frío de la noche. Se peinaba con prisa, bajaba las escaleras con un cuaderno bajo el brazo y salía a la calle como quien repite un rito. Los pregones tempranos de los vendedores se mezclaban con el chillido de las gaviotas sobre las barcas de pesca.
En el taller apenas dejaba un jarro de agua sobre la mesa, pasaba la mano por los listones de madera y salía rumbo al correo. Cada paso era una plegaria. El aire salado le irritaba la piel; el olor del pan recién horneado le recordaba que salía sin desayunar. Al entrar, la envolvía el aroma a tinta y a papel húmedo.
Se sentaba, y con letra cuidadosa volcaba sus pensamientos:
Adrián, hoy el mar estaba quieto al amanecer, como si esperara escucharte. La luna anoche parecía un barco de plata sobre las olas. Pienso en ti cada vez que respiro.
Sellaba el sobre con un suspiro y lo entregaba al empleado. “Uno más, uno menos”, murmuraba, convencida de que cada carta era un talismán contra el olvido. Y al caer la tarde volvía, esperando su nombre escrito en el mostrador. Pero no había nada. Solo el eco de la espera.
Aun así, no se rendía.
Una mañana se cruzó con la madre de Adrián. El repiqueteo de los cascos y el pregón de un frutero llenaban la calle, pero para Isabela todo se detuvo.
—Buenos días, señora… ¿ha tenido noticias de Adrián? —preguntó, con voz insegura.
La mujer, envuelta en un chal marfil, la miró de arriba abajo. Sus ojos fríos no mostraron respuesta. Siguió caminando, dejando tras de sí el perfume a lavanda y el crujido de la falda sobre los adoquines.
Isabela respiró hondo. Le dolía el pecho, pero apretó el sobre y lo dejó caer en el buzón. Esperar a Adrián era lo único que la sostenía.
Los días pasaban entre cartas, pasos y trabajo. En el taller barnizaba marcos, hilvanaba telas, afinaba pinceles, pero el pensamiento siempre volvía a él. Por las noches, sentada junto a la ventana, contaba las luces del puerto y se preguntaba si Adrián estaría mirando el mismo cielo.
El amanecer le traía siempre el mismo ritual: botas sobre adoquines fríos, olor a pan caliente, gaviotas sobrevolando el muelle. “Carta, silencio; carta, silencio”, se repetía, mientras la tinta le manchaba los dedos como una señal de fe.
Semanas después, volvió a encontrarse con la madre de Adrián a la entrada del correo.
—Buenos días, señora Rebeca… ¿ha sabido algo de él? —preguntó, ahora más suave.
La mujer, envuelta en un abrigo de terciopelo, ni parpadeó. Entró sin decir palabra. Isabela bajó la mirada y se alejó, sin saber que, tras ella, la señora Rebeca entregaba unas monedas al empleado y confiscaba las cartas. Lo mismo ocurría con las respuestas de Adrián: quedaban guardadas bajo llave. Los trabajadores, temerosos de perder su empleo, obedecían en silencio.
En la mansión Montenegro, sobre la colina, el secreto se mantenía. Una tarde de lluvia, Rebeca ajustaba las cortinas.
—Esa muchacha no deja de escribir ni de preguntar por nuestro hijo —dijo con desdén.
—Mientras los empleados hagan lo que se les ordena, no habrá problema —respondió Anselmo, acomodándose el chaleco.
El tiempo corría lento. Los días se alargaban como sombra de mástil sobre cubierta.
En el parque, bajo los álamos, Florencia intentaba devolverle el ánimo:
—Isabela, debes comer algo. Estás demasiado delgada —dijo, dándole un leve golpe en el hombro.
El canto de un jilguero flotaba entre las ramas. Isabela, mirando hacia el horizonte, respondió en voz baja:
—No tengo fuerzas ni ánimo para nada.
—¡Vamos! ¿Dónde está tu espíritu?
—Se fue con Adrián.
—No creo que a él le guste verte así.
—Él decía que yo resplandecía de la cabeza a los pies.
—Entonces come, recobra fuerzas. Cuando vuelva, que vea tu luz desde el muelle.
Una brisa marina agitó las hojas y trajo el aroma del mar. Isabela respiró hondo, guardando silencio, como si ese mismo aire le devolviera un poco de esperanza.