Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 3: LA TORMENTA

En alta mar

El barco llevaba meses navegando entre puertos lejanos. El amanecer sorprendía a Adrián siempre sobre cubierta, con el timón firme y los ojos en el horizonte. El viento le azotaba el rostro con olor a sal y brea, y las gaviotas se perdían en la estela del navío como sombras blancas.

A pesar de la rutina, cada día se sentía igual: revisaba cabos, daba órdenes, anotaba el rumbo en el cuaderno de bitácora. Pero entre maniobra y maniobra, la imagen de Isabela aparecía. Recordaba la tibieza de sus manos, el brillo de su cabello al sol, la manera en que lo miraba cuando él hablaba de regresar.

En su camarote, bajo la lámpara de aceite, escribía:

Isabela, pienso en ti con cada ola. La noche pasada, la luna se reflejaba en el mar como si quisiera guiarme hasta tu ventana. No hay puerto que me distraiga; solo cuento los días para volver a tus brazos.

Guardaba cada carta en un cofre de madera, confiando en que pronto encontraría ocasión de enviarlas.

Las noches eran más duras. El crujir de la madera, el chocar de las velas infladas y el rumor del océano lo acompañaban en la soledad. A veces se tendía en la cubierta mirando las estrellas, preguntándose si Isabela haría lo mismo en tierra.

Los hombres del barco lo respetaban. Algunos lo seguían con lealtad, otros con recelo, pero nadie dudaba de su capacidad de mando. Adrián mantenía la disciplina, aunque en su interior lo dominaba la nostalgia.

—Capitán, el viento cambia del este —avisó el contramaestre una mañana, señalando el horizonte.

Adrián levantó la mirada. El cielo tenía un tono extraño: pesado, verdoso, como si la luz se filtrara a través de un vidrio oscuro. El mar, hasta entonces dócil, comenzaba a agitarse con un pulso irregular.

—Aseguren las velas —ordenó con calma, aunque un nudo se le formaba en el pecho.

La tripulación obedeció, tensando cabos, reforzando mástiles, cerrando escotillas. El aire traía olor a tormenta, una mezcla metálica y húmeda que presagiaba peligro.

Adrián se aferró al timón y miró el horizonte. En la lejanía, nubes negras se levantaban como montañas en movimiento. Un relámpago iluminó el cielo durante un instante.

Pensó en Isabela. En su sonrisa, en las cartas que esperaba recibir, en la promesa de volver.

El primer trueno retumbó con fuerza sobre el océano abierto.

La tormenta se acercaba.

El mar rugía como nunca antes. El viento arrancaba las velas, y las olas golpeaban el casco con fuerza, sacudiendo el barco de Adrián. La lluvia azotaba sin descanso, haciendo que cada paso sobre la cubierta fuera peligroso.

Adrián y el resto de la tripulación luchaba por mantener el barco a flote, asegurando cabos, cerrando escotillas, intentando no ser arrastrados por las olas. Cada instante parecía una eternidad.

Entre los hombres, un joven marinero perdió el equilibrio. Adrián corrió hacia él, extendiendo las manos. Logró sujetarlo, pero justo entonces un mástil que cedió por la fuerza de la tormenta lo golpeó en la cabeza. Cayó, inconsciente, mientras la cubierta crujía bajo los embates del océano.




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