“A veces el mar calla, y en su silencio anida la tormenta.”
El sol descendía despacio sobre los tejados del puerto, pintando los balcones de cobre y alargando sombras azuladas sobre las calles empedradas. El aire quieto traía consigo el olor salino, mezclado con algas y madera mojada. Entonces, un murmullo extraño comenzó a recorrer el pueblo, como un viento helado que nadie lograba ver. Los rostros se ensombrecían y los pasos, antes tranquilos, empezaron a volverse rápidos y nerviosos.
Isabela, de camino al correo junto a Florencia, sintió el peso de las miradas. Un escalofrío le subió por la espalda.
—¿Qué ocurre? —preguntó, deteniéndose, los dedos crispados en el asa de su bolso.
Florencia tragó saliva, apretando el suyo contra el pecho.
—No lo sé… —murmuró, con un nudo en la garganta y los ojos escudriñando los balcones.
De repente, Mateo irrumpió corriendo por la calle empedrada. El sudor le perlaba la frente, los ojos rojos, el aliento roto. Abrió la boca, pero solo escapó un jadeo.
Unos metros más allá, una muchacha de lengua suelta, incapaz de guardar silencio, susurró con voz temblorosa:
—Isabela… —tragó saliva—. Hubo una tormenta en alta mar… el barco de Adrián… dicen que no hubo sobrevivientes.
El mundo se inclinó bajo los pies de Isabela. El rumor de las olas, los pregones del mercado, el graznido de las gaviotas… todo se apagó. Solo el latido enloquecido de su pecho repetía un nombre. Un sabor metálico le llenó la boca; las manos le temblaron.
Comenzó a caminar, primero despacio, luego corriendo. El cabello suelto golpeaba su rostro, los adoquines parecían moverse bajo sus pies.
—¡Adrián… Adrián! —gritaba mientras golpeaba con ambas manos la gran puerta de la mansión Montenegro, sin sentir el ardor de los nudillos.
El mayordomo, severo, entreabrió la hoja y, con gesto brusco, la apartó. Isabela cayó de rodillas sobre las losas frías del portal. Mateo dio un paso al frente, indignado, pero un descuido de los criados dejó la puerta entreabierta, y ella, casi arrastrándose, cruzó el umbral.
El vestíbulo olía a cera y a madera encerada. Avanzó jadeando hasta detenerse al pie de la escalera de mármol.
—¡Adrián!… ¿Dónde estás? —su voz quebrada resonaba contra los altos techos.
En lo alto, la señora Rebeca emergió vestida de riguroso negro, un velo oscuro ocultando sus facciones. La luz de la tarde, filtrada por el ventanal, parecía morir en el aire espeso del salón.
—¿Dónde está?… por favor… ¿dónde está Adrián? —Isabela alzó la mano hacia ella, pero dos criados la sujetaron, con el ceño bajo, evitando mirarla.
El señor Anselmo descendió lentamente, cada peldaño golpeando con la solemnidad de una sentencia. Su rostro, pétreo, cargaba el peso de la pérdida.
—Muchacha… respeta nuestro dolor. Hemos perdido a nuestro hijo.
Tomó del brazo a su esposa y ambos cruzaron el vestíbulo en un silencio glacial, sus pasos borrando cualquier esperanza.
Isabela permaneció de pie, el alma hecha añicos, los ojos nublados. Florencia y Mateo la alzaron como pudieron, sosteniéndola de los brazos y sacándola casi a rastras. Afuera, el cielo comenzaba a teñirse de violeta. Las gaviotas se alejaban en círculos lentos sobre el agua oscura. Para Isabela, todo había quedado sin color, sin aliento, sin voluntad.