Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 5: BRUMA EN EL PUERTO

Esa noche, la casa de Isabela se expandió bajo la penumbra, crujiente, como si la oscuridad la desbordara poco a poco. Las sombras de los muebles se alargaban con cada respiración. Florencia le puso un vaso de agua entre las manos; los dedos de Isabela apenas lograron sostenerlo. Mateo tomó una manta del respaldo de la silla sin decir palabra. Cuando ella cerró los ojos, fingiendo dormir, ambos se retiraron en silencio, midiendo cada paso, evitando mirarla. Entonces, el silencio descendió del techo y quedó suspendido como una sábana húmeda, pegándose a las paredes, a su piel.

Volvió a desplegar la última carta de Adrián. El papel, ya amarillento y frágil, crujió como si se resistiera a la noche; la tinta, casi borrada, parecía aferrarse a las fibras con la obstinación de un juramento.

“Volveré… y cuando regrese, me quedaré a tu lado para siempre.”

Se dejó caer al suelo, espalda contra la cama, rodillas apretadas al pecho. Las lágrimas se habían extinguido días atrás, en los escalones de los Montenegro. Solo quedaba un hueco seco y punzante en la garganta. Afuera, el viento arrastraba olor a sal; el mar rugía en la distancia, golpeando invisible, como si exigiera ser escuchado.

—Si te perdiste ahí… —murmuró, con la voz apenas hecha aire— que el mar me devuelva al menos una señal.

El amanecer la sorprendió de pie, la mente en un pulso obstinado. Se enfundó lo primero que halló y atrapó el cabello en un moño deshecho. El aire frío mordía sus mejillas, la bruma le empapaba las pestañas, y cada aliento dibujaba nubes que se disolvían al instante. La calle hacia el puerto estaba vacía, resonante. Sus pasos, aunque inseguros, sonaban firmes. Detrás quedaban las condolencias perfumadas de la señora Rebeca, las frases solemnes del señor Anselmo. Frente a ella, solo la promesa de respuesta.

En la Capitanía del puerto, un marinero de rostro curtido aguardaba en la entrada. Sus manos, tatuadas de sal y cicatrices, descansaban sobre el mostrador. Sus ojos, cansados, parecían conocer demasiados amaneceres como aquel.

—La lista de sobrevivientes —pidió Isabela, con voz rota, casi un hilo—. Cualquier nombre… cualquier rastro.

El hombre parpadeó despacio, cargando un cansancio antiguo.
—Los reportes aún no llegan completos, señorita. Algunos botes fueron recogidos por mercantes más al sur… otros, nadie sabe. —Se encogió de hombros, con un suspiro áspero—. Sin cuerpo, no hay certeza. El mar guarda… y a veces devuelve.

Isabela apretó los labios. No era consuelo, pero tampoco una tumba. Cruzó la puerta de regreso a la bruma con una chispa obstinada encendida en el pecho.

Sin certeza no hay final —se dijo—. Y mientras no haya final, seguiré buscando.




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