El pasillo estaba atrapado en un silencio inquietante, como si contuviera la respiración del mundo. Cada paso de Florencia resonaba demasiado fuerte, demasiado urgente, mientras la luz gris del amanecer se filtraba por la ventana al fondo, dibujando sombras que temblaban sobre las paredes. El tiempo parecía haberse detenido, expectante, mientras ella avanzaba con el corazón latiendo a contrarreloj.
—¡Isabela, abre la puerta! —la voz de Florencia temblaba al otro lado. Golpeó un par de veces más y, sin respuesta, apoyó la frente en la madera—. No puedes seguir así… por favor…
El llanto de Florencia quebró el pasillo. La cerradura giró con un chasquido lento y la puerta se abrió, quejándose en sus bisagras. En el umbral apareció Isabela: demacrada, el cabello enredado, los ojos vagando como si acabara de regresar de un mundo lejano. Sin pronunciar palabra, dio media vuelta y volvió a la cama, la mirada atrapada en la ventana abierta, donde la bruma de la noche —o lo que quedaba de ella— parecía arrastrar sus pensamientos hacia el nuevo día que comenzaba, indiferente a su dolor.
Florencia se frotó los brazos, estremecida.
—Hace frío aquí —dijo, avanzando para cerrar el postigo.
—¡No! —la voz de Isabela se quebró—. Quiero ver… cuando él regrese.
Florencia le dedicó una sonrisa triste y posó una manta sobre sus hombros.
—Como quieras… pero al menos abrígate.
Más tarde volvió con una bandeja de sopa y té.
—Debo regresar al trabajo, pero por la tarde vendré a verte. Come un poco, ¿sí?
Isabela no contestó. Sus ojos seguían pegados al rectángulo de mar invisible.
Afuera, Florencia caminó junto a Mateo, la cabeza gacha.
—¿Sigue igual? —preguntó él en voz baja.
—Esto es demasiado triste —dijo ella, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
—Debo volver al trabajo —añadió, mientras Mateo, mirando de reojo la ventana del cuarto, murmuraba:
—No es momento de hablarle de mis sentimientos…
Una mañana, el rugido de una sirena partió el silencio y despertó a Isabela. Se incorporó con torpeza; las manos le temblaban. Sin vestirse del todo, salió corriendo hacia el muelle, el corazón rebotando en el pecho. Los vecinos la seguían con la mirada, susurrando entre compasión y desdén.
—Está loca… —dijo alguien al pasar.
Mateo, que escuchó el rumor, abrió los ojos con alarma y echó a correr tras ella.
Isabela llegó al borde del muelle, jadeante. Un barco acababa de atracar. Entre la multitud, divisó a un hombre alto, chaqueta de capitán. El corazón le estalló de esperanza.
—¡Adrián! —gritó con toda la fuerza que le quedaba.
Pero no era él.
—Vamos, Isabela, te enfermarás —susurró Mateo, tomándole el brazo.
Ella lo miró, suplicante.
—Tengo que esperarlo aquí…
Mateo iba a insistir cuando, entre la muchedumbre, aparecieron los padres de Adrián rodeados de criados. La visión se volvió borrosa para Isabela; el aire se espesó, el mundo se detuvo.
—Por Dios, no mires… —murmuró Mateo, pero ya era tarde.
Tras ellos, varios marineros cargaban un féretro. Las piernas de Isabela cedieron. Florencia llegó corriendo y la sostuvo, pero ella mantenía la vista fija en la caja cerrada.
—Por favor, déjenme… debo recibirlo —dijo con voz serena, rota por dentro.
Mateo asintió, derrotado. Isabela avanzó tambaleante, pero un criado la detuvo en seco.
—¡Respeta el dolor de la familia! —bramó el señor Anselmo.
—No tienes vergüenza —añadió la madre, con el rostro endurecido.
Uno de los hombres intentó apartarla con brusquedad.
—¡No te atrevas a tocarla! —rugió Mateo, interponiéndose—. ¿No ven que está sufriendo?
Florencia abrazó a Isabela con fuerza.
—Vamos, Isabela, vamos…
—Quiero estar con él… —suplicó entre sollozos.
—Y lo estarás —susurró Florencia.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Esa noche, la pequeña casa olía a té y lágrimas.
—Bebe esto, te hará bien —dijo Mateo, acercándole una taza.
—¡No quiero sentirme bien! —gritó ella, rompiéndose—. ¡Yo quiero estar a su lado!
—Irás… iremos contigo, los tres juntos. Pero toma el té primero, Isabela. Por favor.
Con dedos temblorosos, llevó la taza a los labios. El calor del líquido le entumeció los párpados; el mundo comenzó a volverse borroso y pesado. Minutos después, el sueño la venció.
Florencia suspiró, acomodándole la manta sobre los hombros.
—No nos lo perdonará… —susurró.
—Es mejor así —respondió Mateo— que verla humillada por esa familia.
—¿Por qué no comprenden un amor tan profundo?
—No lo sé…
Al amanecer, las campanas del cementerio repicaron despidiendo a un hijo, a un amor y a una promesa rota. Isabela abrió lentamente los ojos; cada campanada taladraba su pecho vacío, mientras el cielo gris parecía reflejar el duelo que llevaba dentro.