Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 7: El Silencio de los Recuerdos.

En la playa desierta, entre restos de madera arrastrados por la marea, un pescador divisó un cuerpo tendido en la arena. Corrió hacia él.

—¡Adrián! —exclamó al reconocer, entre heridas y salitre, su rostro.

Con ayuda de otros hombres lo levantó y lo llevó al pequeño hospital local. Allí permaneció inconsciente, mientras los médicos intentaban estabilizarlo.

Horas después, un mensajero llegó jadeante a la mansión Montenegro, con arena en las botas.

—Su hijo… está vivo.

El padre se incorporó de golpe, incrédulo, mientras la madre rompía en llanto. Sin perder un segundo, partieron al hospital del pueblo bajo un silencio absoluto. Tras confirmar con sus propios ojos que el hombre en la camilla era Adrián, dispusieron su traslado inmediato a la ciudad. El médico local quiso objetar, pero el padre cortó cualquier resistencia con un gesto:

—Aquí no se queda.

El pescador que lo había encontrado aguardaba en la entrada. El padre se le acercó y le estrechó la mano:

—Agradecemos tu ayuda, pero este asunto termina aquí.

El pescador asintió, confundido.

—Con la confusión olvidé avisarle a la señorita Isabela… ella y el señorito Adrián…

Rebeca interrumpió con una sonrisa forzada:

—No se preocupe, ya le avisamos.

Esa misma noche, la ambulancia partió rumbo a la ciudad.

En el hospital, el médico se inclinó junto a la camilla mientras la enfermera registraba signos vitales. Adrián abrió lentamente los ojos: primero sombras, luego formas humanas, finalmente la luz hiriente que lo obligó a cerrarlos. El sabor metálico de la sangre aún le llenaba la boca.

—¿Puedes escucharme? —preguntó el doctor—. ¿Comprendes lo que digo?

Él asintió débilmente.

—Bien… ¿puedes decirme cómo te llamas?

—No… —balbuceó.

—¿Qué recuerdas?

—Nada… —susurró.

El doctor tomó notas, observándolo con atención.

—¿Qué te dice el nombre Adrián?

Cerró los ojos. Solo veía brumas, imágenes que se desvanecían en cuanto intentaba atraparlas.

—No lo sé… Son sentimientos, nada más.

—¿No recuerdas el naufragio?

Negó con la cabeza.

—Tampoco a mí. Fuimos compañeros en la universidad.

Adrián lo miró un instante y volvió la vista a la ventana.

—Con tus padres aquí, quizá recuerdes.

Antes de que entraran, el doctor Ricardo Almonte los llamó a su despacho.

—Es un cuadro de amnesia postraumática —explicó—. Su mente bloquea recuerdos que quizá le resultan dolorosos.

—¿No nos recuerda? —preguntó Rebeca, con lágrimas en los ojos.

—Apenas reconoce emociones, sensaciones. Puede recuperar algo con el tiempo… pero en algunos casos la memoria nunca vuelve.

—¿Entonces lo he perdido, aunque esté aquí? —dijo Anselmo, grave.

—No. Está vivo, respira, puede empezar de nuevo. La memoria no define quién es.

Rebeca se cubrió los labios con un pañuelo.

—Dios mío…

—Lo importante ahora es rodearlo de calma y afecto. No lo presionen. Lo que siente, eso sí, es real.

Con la noticia asimilada, los padres entraron a la habitación. Rebeca lo abrazó con fuerza, inundándolo con un perfume vagamente familiar. El padre se mantuvo un poco atrás, apoyando la mano en su hombro.

—¡Hijo! Soy tu madre… ¿me recuerdas?

—Cálmate, mujer —susurró Anselmo, aunque sus ojos brillaban de alegría.

Adrián apenas dibujó una débil sonrisa. El doctor les pidió dejarlo descansar: habían sido demasiadas emociones.

Ya en la calle, Rebeca murmuró:

—¿Entonces a quién sepultamos?

—Te dije que abriéramos el ataúd —respondió Anselmo.

Ella hizo una mueca.

—Como sea. Mi hijo está vivo y eso es lo único que importa.

Al quedarse solo, Adrián cerró los ojos. El goteo del suero y los pasos en el pasillo eran lo único real. Sabía que esas personas eran sus padres, pero un vacío inexplicable lo inquietaba.

La enfermera entró con una bandeja y sonrió:

—Hora de tu medicina, mi paciente favorito.

—¿No recuerdas nada? —preguntó suavemente.

Él negó con la cabeza.

La memoria era un muro sellado. Pero en su pecho ardía un recuerdo sin nombre.




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