Un tiempo después
Isabela caminaba como si el cansancio le pesara en los huesos. No había dormido; los párpados caían, las piernas le temblaban. El amanecer gris apenas tocaba sus labios partidos y las manos heladas escondidas en los bolsillos del abrigo.
Llegó a la vieja mansión Montenegro. Las ventanas cubiertas de polvo devolvían un resplandor pálido; una cortina se movía con la brisa, como un suspiro olvidado. El olor a humedad la golpeó en el pecho.
—Ya no vive nadie aquí —dijo un anciano, apoyándose en su bastón—. Se marcharon a la ciudad. Un padre no aprende nunca a vivir sin un hijo... Abrígate, que el invierno viene.
El invierno, pensó Isabela, ya vivía en su pecho.
Otro amanecer...
El sonido de las campanas le retumbaba en las sienes. Se sentó en el borde de la cama; el cuerpo pesaba más que nunca.
—Dicen que el mar se lo llevó… yo no estuve allí —murmuró, acariciando la manta que aún guardaba su aroma—. ¿Cómo creer que se ha ido, si cada rincón respira su nombre? Adrián… todavía te escucho en el viento.
Las campanas callaron, pero dentro de ella el duelo seguía, constante como la marea.
La bruma cubría la mañana y el aliento se volvía nube en el aire helado. Isabela caminó hacia el cementerio. El silencio se rompía solo con el crujido de las hojas secas. Frente a la tumba, un remolino de hojas amarillas giraba sobre la piedra, como un manto de otoño.
—¿Sabes? —susurró—. La otra noche creí verte. Escuché tu voz, tan lejos, tan tenue... Tengo tanto dolor, tanta rabia. ¿Por qué me dejaste, Adrián?
Apartó las hojas con una mano temblorosa y sonrió apenas. El viento le movía el cabello. El frío la rodeaba, pero en el pecho ardía una chispa pequeña: la esperanza absurda de volver a verlo.
Florencia llevaba una bandeja con el desayuno. Cada paso resonaba. Se detuvo frente a la puerta y ensayó una sonrisa antes de entrar.
La habitación estaba vacía. Las puertas del armario abiertas, la cama deshecha, el aire cortante.
La bandeja tembló en sus manos.
—Isabela… —susurró—. ¿Dónde estás?
El silencio le devolvió la pregunta. Bajó corriendo las escaleras, dejó la bandeja sobre la mesa y salió en busca de Mateo.
—¡Se ha ido! —gritó al entrar, el cabello pegado a la frente—. Se llevó algunas cosas.
Mateo dejó caer la taza de café, corrió tras ella. Buscaron en el muelle, en los lugares donde Isabela paseaba con Adrián.
—La vimos ir hacia el cementerio —dijeron unos pescadores.
Fueron hasta allí. Nada.
—¡Isabela! —gritaron juntos. Su nombre se perdió en la niebla, tragado por el silencio.
Cuando volvieron, la casa los esperaba igual de vacía. La pintura se desprendía en tiras. Parecía que también ella empezaba a desmoronarse.