El olor a desinfectante se mezclaba con el murmullo lejano de pasos en el pasillo. La luz blanca caía sobre Adrián, indiferente a la bruma de su memoria, como si el hospital respirara con él y contra él.
Al volverse, miró a la enfermera con curiosidad.
—¿Cuántas veces al día tomarás mi presión?
Ella sonrió con suavidad.
—Es un pretexto para verte.
—Eres directa, señorita —comentó él con una pequeña mueca.
—¿Para qué perder el tiempo en formalidades?
Adrián desvió la mirada hacia el ventanal, dejando que la claridad gris del día perfilara su rostro. El silencio se instaló entre ambos; sabía que los recuerdos lo habían abandonado, pero algo en su pecho latía con una fuerza extraña, como un mar contenido tras los muros.
Entonces la puerta se abrió. El doctor entró en la sala, y la enfermera se retiró discretamente.
—Vaya, vaya —saludó con una sonrisa—. Hay cosas que nunca cambian.
Adrián lo observó apenas y volvió al ventanal.
—No sé si lo sepas… pero no recuerdo nada.
—¿Comenzamos con ironías? —rió Ricardo, levantando una ceja—. Veo que tu ánimo mejora… ¿la guapa enfermera tiene algo que ver?
Adrián guardó silencio.
—Recuerdo que en la universidad eras igual de galán —continuó Ricardo.
—¿Cuántos exámenes más quedan? —preguntó Adrián, con un dejo de cansancio—. Ya estoy harto.
Ricardo hizo una mueca divertida.
—Tengo niños pacientes que muestran más voluntad que tú.
—Son niños con todo un mundo por descubrir… experiencias que… yo olvidé —respondió Adrián, con voz cargada de nostalgia.
—Siempre se puede empezar de cero —comentó el doctor, más suave.
—Es fácil decirlo… —admitió Adrián, mirándolo detenidamente—. Así que éramos compañeros de universidad…
—Así es.
—Pero, ¿cómo terminaste siendo doctor y yo marino?
Ricardo se sentó junto a la camilla, anotando en su carpeta.
—Verás… siempre decías que serías marinero, que surcarías los siete mares con tu mejor amiga.
—¿Mi amiga? —preguntó Adrián con una sonrisa temblorosa.
—Siempre hablabas de ella…
En ese momento, la madre de Adrián irrumpió con voz alegre.
—¡Buenos días! ¿Puedo quedarme con mi hijo todo el día?
—Puede quedarse, pero no por mucho tiempo —respondió el doctor con calma—. No debemos cansar al paciente.
—¡Ah, no hables como médico! —protestó ella, divertida—. Te conozco desde niño.
—Bueno, volveré más tarde —concedió Ricardo, levantándose.
Rebeca corrió las persianas para que su hijo pudiera mirar hacia la calle. El día estaba nublado, y el paisaje invernal se extendía como un lienzo gris y melancólico.
Adrián permaneció en silencio, la mirada fija en la ventana. Su madre, intentando distraerlo, comenzó a hablar:
—¿Qué te parece si pronto viajamos alrededor del mundo…?
—Un muelle —respondió él, casi sin pensar.
—¿Qué dijiste? —ella frunció el ceño, sorprendida.
—Un muelle… —repitió él, con voz firme.
—Supongo que soñaste algo parecido —dijo ella, sonriendo—. Los médicos dicen que…
—Tenemos una casa en la bahía, ¿verdad? —interrumpió Adrián.
—¿Casa? —ella levantó una ceja—. Es una mansión.
—Quiero ir a ese lugar… ver el mar desde ese muelle.
—¿Y por qué ahora? —preguntó ella, suavemente.
—No lo sé… solo sentí deseos de ir.
—Pues no se podrá… —dijo ella suspirando—. Por ahora, la mansión está en reparaciones.
Adrián respiró hondo, conteniendo un suspiro de frustración.
—Lástima… siento que…
Su madre se apresuró a cambiar de tema:
—¡París! Hijo, París es mágico… seguro hay lugares más hermosos que visitar allá.