Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 10: El Vaivén del Recuerdo

Florencia caminaba despacio, con los hombros caídos, mientras Mateo seguía a su lado, cuidando que el viento no la arrastrara más hacia su tristeza. El olor a sal se mezclaba con el de las redes olvidadas y el eco lejano de las gaviotas.

El muelle crujía bajo sus pasos, como si la madera guardara viejos secretos en cada tabla húmeda por la bruma. El mar, sereno pero imponente, se extendía hasta perderse en un horizonte grisáceo.

—No te desanimes —susurró Mateo, apoyando la palma de su mano sobre su hombro—. Isabela te contactará, ya verás.

—¿De verdad lo crees? —sus ojos brillaban con lágrimas mientras se secaba las mejillas—. Estaba tan deprimida… perdió a quien más amaba… —una sonrisa triste se dibujó en su rostro—. Lo siento… no puedo evitarlo.

Mateo la envolvió en un abrazo suave, compartiendo su pena.
—Todo ha sido tan injusto… Siento un vacío enorme. Isabela no merecía esto.

Florencia lo miró, buscando un refugio en sus ojos.
—Solo podemos darle tiempo al tiempo —susurró él.

Respirando hondo, Florencia dejó que su mirada se perdiera en la distancia. El mar parecía guardar sus propias respuestas, pero no las entregaba.
—¿Dónde estás, amiga? ¿Dónde…?

El silencio del muelle se hizo más pesado, roto apenas por el chapoteo rítmico de las olas. Mateo guardó sus propios sentimientos, quedándose a su lado mientras el tiempo corría lento y silencioso, como si la misma tarde quisiera acompañarlos en su duelo.

El mar siguió golpeando el muelle, arrastrando memorias perdidas en su vaivén, como si compartiera el peso de quienes luchaban por recordarlo todo. Muy lejos de allí, un hombre también se debatía entre recuerdos que escapaban, ajeno al mundo que seguía su curso.

Los días de Adrián eran un eco de consultas médicas, luces blancas y máquinas que devolvían apenas sombras de respuestas. Cada examen revelaba fragmentos de un pasado que parecía desvanecerse. La amnesia lo había atrapado en un tiempo suspendido.

La familia Montenegro se instaló en la mansión urbana, imponente y silenciosa. Adrián se encerró en su habitación, su mirada distante, su carácter frío.

—Déjalo tranquilo, mujer —dijo el señor Anselmo, ante las insistentes sugerencias de Rebeca—. Cada paso debe ser a su ritmo. El médico lo dejó claro.

La luz de la mañana acarició su rostro mientras corría las cortinas, cada movimiento pesado, consciente de la memoria ausente que lo habitaba. El viento mecía las cortinas en la habitación vacía, como si trajera consigo el eco de aquel muelle lejano.

—Ah… mi pobre hijo… ha perdido la razón —susurró Rebeca.
—Perdió la memoria, no la razón —corrigió Anselmo, con un suspiro que pesaba más que sus palabras.

Sin que nadie lo notara, Adrián se deslizó fuera de la casa, silencioso, como un fantasma en medio del amanecer.

En la carretera…

Condujo sin rumbo, dejando que la carretera y el viento trazaran su camino. Cada curva y línea amarilla se fundían con la sensación difusa de estar vivo.

Se detuvo en un semáforo y observó a los transeúntes: una joven cruzaba la calle con un periódico en las manos; sus ojos la siguieron hasta que ella se perdió entre la multitud.

Un claxon lo devolvió al presente, pero él permaneció ajeno, como si el mundo exterior fuera un eco distante.

Horas después...
—¡Por Dios! ¿Dónde estabas? preguntó Rebeca alzando la voz.

Él no respondió. Subió a su cuarto y Ricardo lo acompañó, en silencio.

—¿Condujiste todo este tiempo?
Silencio absoluto.

—Veo que tendré que sacarte las respuestas a la fuerza —bromeó Ricardo.

—Me sentí como un niño —confesó Adrián, mirando la ventana donde el sol jugaba con las sombras—. Descubriendo un mundo que ya existía, pero que ahora parecía nuevo. Es una tontería...
—No es ninguna tontería —dijo Ricardo.

Adrián suspiró, dejando que el viento meciera las cortinas y su memoria fragmentaria.
—Además…
—No te detengas.
—Además… —repitió, intentando retener algo que se escapaba.

Por un instante recordó a la joven del semáforo, su rostro difuso entre luces y movimiento, pero la imagen se desvaneció antes de poder nombrarla.
—Nada —murmuró, resignado, mientras la carretera y el mundo continuaban su danza silenciosa.




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