Isabela bajó al subterráneo del metro. El claxon de un auto la sobresaltó y su corazón dio un brinco. El eco metálico de pasos ajenos resonaba en los pasillos húmedos y olía a hierro, humedad y pan recién horneado de un puesto cercano. Sacó un lápiz de la mochila y comenzó a tachar avisos de empleo en un tablón corroído, intentando mantener la mente ocupada.
Tras varios minutos de viaje, llegó a la dirección indicada. La puerta gris parecía esperarla con indiferencia.
—Buenos días —murmuró con un hilo de voz—. Vengo por el aviso de trabajo.
La recepcionista la examinó de arriba abajo, sin expresión. A su alrededor, otras postulantes caminaban con pasos medidos, trajes impecables y peinados cuidados. Isabela se sintió pequeña, fuera de lugar.
—Espera allí —ordenó la mujer, señalando un asiento—. Te llamaremos cuando sea tu turno.
Se dejó caer en la silla y abrió un crucigrama arrugado. Cada tic-tac del reloj en la pared parecía estirarse, mezclándose con los murmullos y el crujido de las zapatillas en el piso. Finalmente escuchó su nombre:
—Isabela...
—¡Soy yo! … sí, soy yo —balbuceó, levantándose.
—Lo siento, dijo la secretaria, el puesto ya fue ocupado.
Isabela asintió, tragando un nudo en la garganta, y salió. El rugido del metro la recibió como un abrazo frío y metálico. Caminó por los pasillos, rodeada de gente, y por un instante el ruido se diluyó. Una risa infantil rebotó en los muros del vagón y algo cálido le subió al pecho: nostalgia, un instante de luz entre el gris.
Cerró los ojos y la estación desapareció. Se sintió otra vez niña, con Adrián a su lado, sosteniendo la cámara bajo el sol del atardecer que colaba por las ramas del parque. El viento movía su cabello y el clic de la cámara resonaba como un latido:
"—¿Cómo funciona esto, Adrián?
—Solo aprieta este botón, ¿ves?
—Ya entendí.
—Lo sé, mi niña inteligente…
—No te burles. Ahora ponte allí y di algo.
—¿Qué quieres que diga?
—No sé… cualquier cosa.
—Bueno… “Isabela, me gustas mucho”.
—¡Jajaja, en serio?
—¡Me gustas! ¡Me gustas mucho, Isabela!
Isabela bajó la cámara. El corazón le palpitaba fuerte, mezclando miedo y alegría. Adrián sonrió tímidamente:
—Ahora di algo tú.
Isabela mordió sus labios, respiró hondo y susurró:
—Me gustas mucho, Adrián.
—¡Boba! —rió él—. Pensé que nunca lo dirías.
—¿Qué harás con la grabación? —preguntó Adrián, años después.
—La guardaré como un tesoro.
—¿Tesoro?
—Cuando seamos mayores, la veremos y reiremos de nuestra confesión.
—Pues yo creo que fue romántico.
—No soy cursi, soy romántico.
—¿No es lo mismo?
—Eh… —rió—. Sí, es lo mismo".
Un chirrido de frenos metálicos, un golpe de aire y un olor a aceite caliente la devolvieron al vagón. Abrió los ojos y el bullicio volvió, mezclándose con el calor del recuerdo que todavía palpitaba en su pecho. El metro avanzaba, implacable, mientras ella sonreía suavemente, aferrada a esa luz que el pasado le había dejado.
Horas después, caminó unas cuadras hasta el cuarto que arrendaba. Minutos después sostenía una humeante taza de café, dejando que el vapor empañara por un instante la ventana y arrastrara consigo la memoria de aquel día.
Mientras tanto, en la zona más exclusiva de la ciudad, Anselmo observaba a su hijo con ternura.
—¿Qué tienes pensado hacer hoy?
Adrián sorbía distraído un poco de café cuando la voz aguda de Rebeca irrumpió:
—¡Sabes que no deberías tomar café! En tu estado emocional no es bueno.
Adrián dejó la taza y se levantó, ignorando el reproche.
—Podrías ser un poco más discreta —musitó Anselmo.
—Sé cómo tratar a mi hijo. Todo lo que hago es por su bien —replicó ella.
El hombre se apartó, murmurando casi para sí:
—Por el bien de él… o el tuyo.
—¿Qué dijiste? —preguntó Rebeca, afilando la mirada.
—Iré a fumar al jardín, y no me reproches —dijo él sin voltear.
En el jardín, Adrián lo siguió con media sonrisa.
—También escapaste de la señora Montenegro…
El hombre mayor encendió un cigarrillo, exhalando humo con alivio.
—Ah… lo necesitaba.
—Alguna vez yo… —comenzó Adrián, titubeando.
—Alguna vez tú… —repitió su padre, esbozando una leve sonrisa.
—¿Alguna vez te presenté a alguien? Me refiero… a una novia —continuó Adrián, serio.
El hombre lo miró de reojo.
—Siempre fuiste reservado con tus relaciones. ¿Has recordado algo?