Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 12: El Cuarto sin Memoria

Más tarde, en la cena…

Rebeca hablaba de playas y hoteles para el próximo verano. Su voz sonaba ligera, como si nada pesara sobre la mesa. Frente a ella, Adrián guardaba silencio, clavado en el plato. Cuando por fin habló, lo hizo con calma, aunque en sus ojos ardía una tormenta que desmentía la serenidad de su voz.

—¿Por qué en mi cuarto no hay nada mío?

El cuchillo de Anselmo se detuvo a medio camino. Alzó una ceja y miró a su esposa. Rebeca carraspeó, luego curvó los labios en una sonrisa demasiado ensayada.

—¿Qué dices? Claro que hay cosas tuyas. Tu ropa, ordenada como siempre pediste… fotos familiares…

Adrián la interrumpió.

—No me refiero a eso.

—Entonces, ¿a qué te refieres, hijo? —preguntó Anselmo, con voz grave.

Adrián se encogió de hombros, una mueca torcida en el rostro.

—Algo que sea mío de verdad. Una fotografía, una carta, un recuerdo. Un número de teléfono escrito a mano. Pero no hay nada. No hay amigos. No hay novias. Solo vacío. Como si mi vida antes del naufragio no hubiera existido nunca.

La sonrisa de Rebeca se quebró apenas un segundo, pero enseguida recompuso el gesto.

—Tú nunca fuiste de guardar objetos —dijo, con un aire casi indulgente—. Siempre tan metódico. Si algo no te complacía, lo desechabas. Por eso tu cuarto luce así: porque así lo prefieres.

Adrián la miró fijamente.

—¿Ni una sola fotografía?

Rebeca rió, la risa corta y hueca.

—Tenemos muchas.

Él contuvo el aliento. En su cuarto solo había fotos de cuando era un niño, y las demás eran retratos de su madre.

—Siento que ese no soy yo.

Anselmo posó la mano sobre su brazo, como si pudiera anclarlo a esa mesa, a esa vida.

—Con el tiempo lo descubrirás —dijo en voz baja—. Las cosas que te gustan, las verdades que te pertenecen. Todo volverá.

Adrián arqueó las cejas. Rebeca carraspeó, inquieta.

Anselmo rió, un sonido seco, quebradizo.

—Quiero decir… hay cosas que solo tú sabes. Eso no se olvida, aunque la memoria se resista. El doctor lo explicó: los patrones, esas huellas profundas de lo que somos… tarde o temprano emergen.

Esa noche, cuando la casa quedó en silencio, Adrián no pudo dormir. El murmullo de los cubiertos aún resonaba en su cabeza, mezclado con las sonrisas tensas de sus padres. Se levantó despacio, cuidando de no hacer ruido y salió de su habitación.

El pasillo estaba en penumbras. Solo la luz fría de la luna se colaba por las cortinas, dibujando formas quebradas en las paredes. Caminó sin rumbo fijo, guiado por una incomodidad que le palpitaba en las sienes.

Pasó frente a la puerta del despacho de Anselmo. Siempre cerrada. Pasó frente al cuarto del fondo, donde nadie entraba nunca. Siguió avanzando hasta la sala.

Tomó un libro de la biblioteca, hojeó algunos, cuando los devolvió al estante, una fotografía cayó. Se quedó un momento mirando el suelo y la imagen, era él. No había duda: su sonrisa torcida, el mechón rebelde en la frente. Pero estaba acompañado. Alguien lo abrazaba por el hombro, alguien que había estado allí, demasiado cerca, demasiado importante. El problema es que esa mitad de la foto estaba rasgada. Solo quedaban las manos sobre su hombro, y un borde del cuerpo que se perdía en el vacío del papel mutilado.

El aire se espesó. Adrián sintió que algo se cerraba en su garganta, como si la casa misma lo vigilara.

Guardó la foto bajo la camiseta, contra el pecho. El silencio se volvió más profundo.

A la mañana siguiente, Adrián bajó con la fotografía en la mano. El sol bañaba la mesa del desayuno, pero la luz parecía demasiado brillante, casi hiriente. Rebeca servía café; Anselmo hojeaba el periódico.

Adrián dejó la foto sobre la mesa.

—¿Quién es?

Rebeca apenas parpadeó. Su sonrisa apareció como un reflejo automático.

—Ah… —dijo, con voz ligera—. Era tu novia. Una muchacha encantadora. Se fue al extranjero, no quedaron en buenos términos… fuiste tú mismo quien rompió esa foto. Siempre tan drástico cuando algo dejaba de tener sentido.

Adrián la miró fijo, buscando grietas en esa máscara. Asintió con lentitud, aunque la duda le ardía en la garganta.

—Supongo que sí… —murmuró, y salió sin mirar atrás.

El silencio cayó como una losa. Anselmo dobló el periódico con gesto brusco.

—¿Hasta cuándo vas a meterte en su vida? —dijo en voz baja, con un filo que no solía tener—. Es un hombre adulto. Déjalo respirar. Y no entiendo por qué le tienes tanto odio a Isabel.

Rebeca lo fulminó con la mirada.

—No pronuncies ese nombre —susurró, cortante, con un brillo extraño en los ojos—. Está prohibido.

Anselmo frunció el ceño, pero no dijo nada más. El reloj de pared marcaba cada segundo como un golpe sordo, llenando el aire de un silencio insoportable.




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