En el pequeño pueblo, el grito del comerciante se coló entre las casas de ladrillo rojo, mezclándose con el aroma a pan recién horneado y tierra húmeda.
—¡Hey, Florencia! ¡Tienes una llamada!
El corazón de Florencia se aceleró, bombeando un calor que le subió a la cara. Corrió hasta el teléfono, palpando la madera fría del aparato con dedos temblorosos. Cada paso hacía crujir el suelo bajo sus botas; la emoción le recorría la espalda como pequeñas chispas.
—¿Hola? —susurró, con la voz entrecortada y un nudo de expectación en la garganta.
—¡¿Isabela eres tú?! ¡¿En serio eres tú?! —exclamó al escuchar la voz al otro lado, cargada de incredulidad y alegría. El sonido parecía atravesar la distancia, llenar el aire de luz y sorpresa.
Florencia sintió una mezcla de alivio, y nostalgia. Isabela. Por un instante no supo qué decir; solo escuchaba, tratando de creer que esa voz era real.
Cuando la línea se cortó, se quedó quieta. El silencio del pueblo volvió despacio, pesado, mientras el eco de la voz de su amiga seguía resonando en sus oídos. El mar murmuraba lejano. El aire olía igual, pero nada parecía igual. Se apoyó contra la pared, respirando hondo.
Salió a la calle. Mateo la esperaba cerca de la plazuela, con las manos en los bolsillos.
—¿Qué pasó? —preguntó, apenas verla.
Florencia lo abrazó sin decir nada. Su respiración era rápida, temblorosa, pero había una sonrisa en su rostro.
—Era Isabela —dijo al fin, con una risa entrecortada—. Está en la ciudad. Quiere verme.
Mateo la sostuvo por los hombros, intentando contener el torbellino que la rodeaba.
—¿Y vas a ir?
Ella asintió despacio, como si dijera algo que ya había decidido antes de pensarlo.
—Me iré a la ciudad.
El silencio que siguió fue tan denso que pareció doblar el aire. Mateo no dijo nada, solo la miró, sabiendo que no había palabras capaces de detener lo inevitable.
Sus ojos se encontraron, y un silencio eléctrico llenó la calle, como si el mundo se hubiera detenido un instante.
Unos días después, Florencia se asomó por la ventanilla del autobús. El aire fresco le revolvía el cabello, y el sol de la mañana pintaba su rostro con reflejos dorados. Movió la mano con entusiasmo, sintiendo la vibración del motor del bus bajo sus dedos.
—¡Te llamaré!
Mateo agitó la suya, intentando controlar la emoción que le subía por la garganta y le erizaba la piel:
—¡Cuídate! ¡Llámame cuando llegues!
—¡Lo haré! —gritó Florencia entre risas—. ¡¡Cuídate y no te metas en líos!!
Cuando el autobús desapareció entre la bruma del amanecer, Mateo quedó inmóvil. Sentía un nudo en el estómago, un vacío dulce que no sabía cómo llenar. Murmuró para sí mismo:
—¿Qué hago ahora con este sentimiento?
Mientras tanto, Adrián miraba a Ricardo, con la curiosidad clavada en los hombros y una mezcla de intriga y tensión que le erizaba la piel:
—Dijiste que tuve una mejor amiga en el pueblo, en la bahía…
Ricardo abrió la boca para responder, pero la aparición de la señora Rebeca, detrás de la puerta, lo detuvo. Su perfume suave y punzante a la vez llenaba la habitación; parecía ocupar el espacio con cada gesto.
—Ricardo, querido… ¿podemos hablar un momento?
Más tarde, la conversación se volvió tensa, cargada de pausas incómodas que resonaban en el parquet:
—¿Qué tanto sabes de esa amiga de mi hijo? —preguntó ella, con voz firme y mirada penetrante, que parecía perforar el aire.
—Pues… casi nada —respondió el doctor—. Solo que era muy especial para Adrián y…
—Esa joven le hizo mucho daño —interrumpió la señora Rebeca, con los labios apretados y un temblor sutil en la mandíbula.
—¿En serio? —Ricardo ladeó la cabeza, sorprendido—. Pero si eran muy amigos…
—Sí, cara, ya sabes cómo va el dicho —dijo ella con un brillo de advertencia en los ojos—. Mejor no remover esos recuerdos. De todos modos él no recuerda nada… y sería un episodio engorroso. Esa muchacha no es de fiar.
—Vaya… si es así, no tengo nada que decir —Ricardo bajó la mirada, sintiendo cómo la resignación le pesaba en los hombros.
—Créeme —agregó ella con firmeza, el aire cargado de determinación y advertencia—, es lo mejor para Adrián: no saber que esa mujer existe.
Más tarde, mientras Adrián y Ricardo caminaban por los pasillos de la clínica, el eco de sus pasos sobre el suelo pulido parecía amplificar la tensión.
—¿Qué tanto hablabas con mi madre? —preguntó él, intentando sonar casual.
Ricardo sonrió, relajando un poco la tensión:
—Solo quería saber cómo vas.
—Entonces dime… ¿qué sabes de esa amiga? —insistió Adrián, mordiendo el labio inferior y apretando levemente los puños, con la sensación de que el corazón le iba a estallar.
—¿Por qué te interesa tanto? —preguntó Ricardo, sorprendido.
—Pues… si somos tan amigos como dices… —replicó Adrián, con mezcla de curiosidad y esperanza que le hacía cosquillear el estómago.
—Yo no dije eso —respondió Ricardo.
Adrián frunció el ceño, frustrado, mientras la sensación de urgencia se le apoderaba del pecho:
—De todos modos… ella debe saber cosas de mi pasado, hablarme de… no sé… cosas. ¿Sabes quién es? ¿Cómo se llama?
Ricardo negó con la cabeza, dejando escapar un suspiro que mezclaba resignación y paciencia:
—Lo siento… solo hablaste de ella unas cuantas. Ahora te dejo, tengo otros pacientes que me extrañan, dijo sonriendo. Te veré más tarde.