Ya instaladas en el pequeño cuarto que Isabela había arrendado, el aire olía a pintura fresca, madera vieja y a un hilo de café recién hecho que flotaba desde la calle. Isabela dejó caer su bolso sobre la cama, dejando escapar un suspiro largo, casi olvidado. Esto… esto es mi nueva vida.
—Bonito lugar —dijo Florencia, recorriendo el espacio con los ojos abiertos y los dedos rozando las paredes—. Siempre has tenido buen gusto en todo…
Isabela sonrió. Al menos alguien sigue viendo belleza en mi mundo desordenado.
—¿Tienes trabajo? —preguntó Florencia, ladeando la cabeza, con esa chispa de curiosidad que siempre la hacía brillar.
Isabela bajó la mirada al periódico arrugado sobre la mesa. La tinta gris le parecía una extensión de su ánimo.
—Ahora no… nada ha salido bien.
Florencia frunció el ceño, pero no perdió la sonrisa. No podemos rendirnos tan fácil… nunca lo hacemos.
—No te preocupes, juntas lograremos algo bueno. Ya verás.
Los días siguientes fueron un desfile de oficinas, calles y anuncios de empleo. Cada currículum entregado era un pequeño golpe de realidad: ¿por qué nada encaja? Sin embargo, la compañía de Florencia hacía que incluso los rechazos sonaran menos duros, con sus risas y comentarios que le recordaban que no estaba sola.
Un día, mientras revisaban hojas de papel sobre la mesa, Florencia se detuvo de repente, los ojos brillando con una mezcla de locura y emoción:
—¡Pongamos nuestro propio negocio!
Isabela levantó las cejas, sintiendo un nudo en el estómago.
—¿Nuestro propio negocio?
—¡Un puesto de comida rápida! —dijo Florencia, casi saltando, con la emoción iluminando su rostro—. Con tu sazón y mi simpatía, seguro nos lloverán clientes. ¿Te animas?
Isabela mordió el labio, su mente girando entre miedo y esperanza. Podría ser nuestra oportunidad.
—Pero… no tenemos dinero.
—Tengo algunos ahorros suficientes para empezar —dijo Florencia, con un brillo de determinación que calentó el corazón de Isabela.
—Oh… no podría… —balbuceó, con un calor mezclado de nervios y emoción corriéndole por el pecho.
—Seremos socias, además seremos nuestros propios jefes… ¡es genial! —aseguró Florencia, gesticulando con energía.
Isabela cerró los ojos un instante, respirando hondo, dejando que la idea se asentara. Luego abrazó a su amiga, sintiendo cómo la risa y la emoción de Florencia le calmaban la ansiedad:
—Extrañaba tu buen humor…
El primer día en la calle, con el carrito improvisado y los ingredientes apilados, fue un caos encantador. Los clientes pasaban, algunos curiosos, otros impacientes, y el calor del sol golpeaba su espalda. Isabela mezclaba ingredientes mientras pensaba: Si hago esto bien, puedo mantener mi mente ocupada… no habrá tiempo para pensar en lo que perdí.
Florencia hablaba con cada cliente, con una sonrisa que era casi un escudo contra la fatiga, animando a Isabela con gestos rápidos y palabras suaves: Ves… no es tan difícil, y mira, les encanta.
Hubo días en que la policía apareció, obligándolas a correr entre callejones y escuchar el rugido de los motores de los autos detrás de ellas. Sus pies dolían, su respiración se agitaba, pero la risa de Florencia se mezclaba con la adrenalina y hacía que Isabela se sintiera viva, aunque exhausta.
Con el paso de los días, mientras pagaban los permisos y regularizaban su negocio, el dinero escaseaba y el agotamiento se acumulaba. Cada noche, al caer rendidas en sus camas, Isabela pensaba: Esto duele, sí… pero al menos me mantiene ocupada… me mantiene aquí, ahora. Florencia, a su lado, dormía con una sonrisa, murmurando sueños sobre clientes felices y platos perfectos.
Un día, después de vender más que nunca, Florencia bostezó y estiró los brazos, sus músculos adoloridos pero felices.
—No hace falta que bailes —dijo Isabela, con una sonrisa suave, sintiendo cómo el cansancio se mezclaba con gratitud.
—Eso llama la atención de las personas opacas —respondió Florencia, señalando a los clientes, con un brillo travieso en los ojos—. Nos miran, ¿ves? Hemos vendido más que ayer. Mañana será un poco mejor.
—Es bueno tenerte aquí —dijo Isabela, con sinceridad, sintiendo que la presencia de su amiga calmaba los huecos que la soledad había dejado.
Al caminar hacia el paradero, la ciudad la envolvía con su aroma a asfalto caliente, pan recién horneado y humedad acumulada del día. El ruido de los autos y el murmullo de la gente se mezclaban con la risa de Florencia, que empujaba suavemente a Isabela hacia una pequeña aventura:
—Mira un bar, ¿entramos?
—Bueno… si quieres —aceptó Isabela, sintiendo un pequeño cosquilleo de nerviosismo en el estómago.
Corrieron para cruzar la calle sin esperar el semáforo, el corazón latiendo fuerte y la adrenalina recorriéndoles los brazos. En la acera, chocaron con un chico alto, de aspecto impecable. El contacto fue breve, pero suficiente para enviar una corriente de sorpresa y calor por sus espinas dorsales.
—¡Tengan más cuidado! —regañó él, su voz profunda y autoritaria resonando en el aire.
—¡Idiota, fíjate tú primero! —gritó Florencia, con la sangre subiéndole a la cara, mientras sus pulmones aún buscaban aire.