Adrián empezó a trabajar en la empresa familiar.
—Prueba un tiempo —le dijo Anselmo—. Si no te sientes cómodo, estoy seguro de que encontrarás algo que te apasione… como la fotografía. Te gustaba mirar el mundo a través del lente, detener lo hermoso antes de que se escapara.
Adrián lo miró en silencio.
La palabra fotografía resonó dentro de él como un eco en una habitación vacía. No recordó cámaras, ni paisajes, ni rostros. Solo una sensación difusa, como si alguna vez hubiera amado algo que ya no existía.
—¿Yo hacía eso? —preguntó, más para sí que para su padre.
Anselmo asintió, intentando leerle el rostro, pero Adrián ya había desviado la mirada hacia la ventana.
El mundo afuera brillaba con una claridad extraña, como si lo viera por primera vez.
El primer día le cayó encima como una sombra.
Todo se movía con un ritmo silencioso.
Adrián recorrió su oficina con pasos medidos, observando cada detalle con una mezcla de curiosidad y desinterés. Los ventanales dejaban entrar la luz de la ciudad, pero no disipaban el vacío que lo acompañaba.
—¿Te gusta tu oficina? ¿Quieres ver otra? —preguntó Anselmo, ocultando la ansiedad tras una sonrisa forzada.
—Está bien —respondió Adrián, apenas esbozando un gesto de cortesía.
Cuando quedó solo, caminó entre estantes y archivos. Dejó que los papeles se deslizaran entre sus dedos sin leerlos.
Sus ojos se detuvieron en un pequeño barco de adorno. Lo contempló como quien mira una herida antigua, un recuerdo sin nombre.
Sin pensarlo, lo arrojó al basurero.
Afuera, la ciudad seguía su ritmo implacable.
El bullicio de autos y transeúntes parecía ajeno a sus emociones: una orquesta tocando mientras él flotaba en su propio silencio.
Al salir, el aire cálido lo envolvió.
Apoyó la cabeza en el respaldo del auto negro que lo esperaba. El chofer le ofreció destinos.
Él no respondió. Dejó que el ruido de la ciudad llenara los huecos que sus pensamientos no alcanzaban.
Entonces la vio: en la acera, Isabela recogía las tortillas caídas del puesto.
Florencia murmuró algo, medio riendo, medio soñando.
—Wow… ¿viste ese auto? Ni en cien años podría comprarme uno.
Isabela le dio un golpecito en el brazo.
—Tienes un corazón más valioso que cualquier lujo.
Adrián sintió una punzada. No era tristeza ni deseo, pero algo en él se movió.
La noche cayó como una manta tibia. Cerró los ojos, y el sueño lo llevó a otro tiempo: la cocina de Isabela, la luz del atardecer encendiendo su cabello, el olor a hierbas flotando entre los dos.
"—¿Y entonces? ¿Está bueno? —preguntaba ella, con los ojos llenos de expectativa.
Él sonrió, esquivo, y el juego se encendió: rabia, ternura, risa.
—Aún no he dicho nada…
—¿Entonces? —insistió ella.
—He probado cosas peores —rió, y la cocina se llenó de su voz.
Antes de que ella respondiera, la tomó por la cintura.
—Mi sabor favorito eres tú —susurró".
El sonido de la alarma rompió el sueño.
Adrián abrió los ojos. La habitación era oscuridad, pero la calidez del recuerdo seguía viva, pegada a la piel.
Más tarde, en la habitación principal:
—Conocí a la secretaria de Adrián, Loreto… —dijo Rebeca, con estudiada naturalidad—. Inteligente, bella, de buena familia.
—Te conozco bien —respondió Anselmo.
—Solo me preocupo por el futuro de nuestro hijo —mintió ella.
Adrián, recostado en su cama, se dejó envolver por el silencio del atardecer.
Recuerdos, deseos, ausencias: todo se mezclaba.
—¿Qué es este sentimiento? —susurró—. Extraño tanto… pero ¿a quién?
El silencio respondió por él.