Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 17: Los Planes de Rebeca

Rebeca salió de la peluquería envuelta en un resplandor de vanidad. El cabello, recién tinturado, brillaba como cobre bruñido al sol. Mientras el auto se deslizaba por la avenida, los vidrios devolvían su reflejo perfecto, casi cruel.

Cruzaron una esquina donde el aire olía a maíz y aceite. Dos mujeres vendían fritos de verduras sobre una mesa improvisada. Rebeca frunció los labios.
—Qué horror —murmuró, con esa mezcla de desdén y desprecio.

Entonces las vio bien. Su rostro se endureció.
—No puede ser… —susurró, llevándose una mano al pecho, como si algo dentro se torciera.

—¿Dijo algo, señora? —preguntó el chofer, mirándola por el espejo.
—Tú conduce.

La voz le salió tan fría que el hombre prefirió callar.

El auto se alejó dejando tras de sí un eco de perfume caro y remordimiento.

Minutos después, en esa misma esquina, el bullicio cotidiano se quebró con el rugido de sirenas. Dos patrullas irrumpieron como lobos en una feria. El chirrido de los frenos levantó polvo y espanto.

Los agentes destrozaban el pequeño puesto sin explicación. Las frituras caían al suelo, redondas y frágiles, mezclándose con el polvo como monedas que nadie recogería.

—¡Tenemos todo en regla! —gritó Isabela, alzando unos papeles arrugados.
—¡No tienen derecho! —añadió Florencia, temblando de furia.

Nadie respondió. Solo el crujir del toldo arrancado y el murmullo del gentío que observaba, impotente.

En algún lugar, detrás de una ventana polarizada, Rebeca miraba la escena. Su reflejo la observaba con la misma frialdad que ella ofrecía al mundo.

El olor a humedad y tabaco dominaba la oficina del comisario. Las paredes, amarillentas y cansadas, parecían haber escuchado demasiadas historias parecidas.
Florencia e Isabela estaban de pie, aún con el polvo del mercado pegado a la ropa.

—Hay una denuncia en su contra —dijo el comisario sin levantar la vista. Su voz sonaba como una puerta que no encaja.

—¿Denuncia? —repitieron, incrédulas.

El hombre hojeó unos papeles con gesto de tedio.
—Sus productos no cumplen con los permisos de sanidad.

—¡Eso es mentira! —replicó Florencia, con la ira encendida en los ojos.

El golpe seco de su palma contra la mesa hizo temblar las tazas de café.
—Bajen el tono o terminarán en una celda.

El silencio cayó como una losa. Isabela bajó la cabeza, pero su voz fue firme:
—Lo sentimos, señor comisario.

Florencia, tragándose el orgullo, añadió en un hilo de voz:
—Sí… lo sentimos.

El hombre suspiró, cansado incluso de su propio poder.
—Por ser la primera vez, las dejaré libres. Pero no vuelvan a instalarse allí.

Salieron con la dignidad rota. El corazón, en llamas.

En la empresa, los pasillos olían a perfume caro y ambición recién planchada.
—¿Otra vez rondando por aquí? —bromeó Anselmo al ver a su esposa asomarse al despacho—. ¿Quieres ser mi secretaria?

Rebeca sonrió con esa dulzura que no endulzaba nada.
—Hice reservaciones para esta noche —dijo, acariciando el marco de la puerta.

Anselmo entrecerró los ojos.
—¿Qué tramas ahora?

—Nada, querido. Solo quiero disfrutar con mis dos amores —respondió ella, dándole un beso leve.

Al salir, sus tacones resonaron como advertencias. En el pasillo buscó a Loreto; la joven emergió de entre los cubículos, envuelta en un perfume que prometía ascensos y secretos.
—Ya sabes lo que debes hacer —susurró Rebeca.

Loreto asintió. En su mirada brilló una obediencia afilada.

Esa noche, el restaurante estaba lleno de luces tenues y música de piano.
Anselmo hojeaba el menú.
—¿Pedimos ya?

—Aún no —respondió Rebeca, expectante.

—¿A quién esperas? —insistió él.

Adrián, en silencio, miraba el reflejo de las copas sobre el mantel.

—Ah… ahí llegó —dijo Rebeca, con una sonrisa satisfecha.

Loreto apareció radiante, su vestido color vino encendido bajo la luz cálida.
—Buenas noches.

—Supongo que ya la conocen —dijo Rebeca con una ironía apenas disimulada.

Adrián, sorprendido, se levantó para correrle la silla.
La velada transcurrió entre insinuaciones sutiles, palabras suspendidas y miradas que flotaban sobre la mesa como dagas envainadas.

Cuando terminó la cena, Rebeca insistió en que Adrián llevara a Loreto a su departamento; el auto de la joven, dijo, seguía en el taller.

—Te llevaremos —propuso Anselmo.
—Claro que no —lo interrumpió Rebeca, mirando directamente a su hijo—. Adrián la llevará.

Él asintió, sin una palabra.

El trayecto en coche fue silencioso, cargado de electricidad invisible.

Al llegar, Adrián estacionó.
—Buenas noches —dijo con cortesía medida.

—¿No quiere pasar? Podemos beber algo… y después quizá… —insinuó ella, con una sonrisa que no disimulaba su ambición.




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