Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 18: Nuevas ilusiones, Viejas nostalgias.

El bus serpenteaba entre curvas y campos dorados. Florencia y Mateo compartían un aire de incertidumbre mezclado con risas. Aún no habían decidido qué harían en aquel pueblo cercano, pero la posibilidad de un nuevo comienzo los mantenía en vilo.

El pequeño pueblo los recibió con colores brillantes y perfumes agradables.

Mateo hablaba de sus ahorros, como quien despliega un tesoro diminuto pero prometedor. Florencia e Isabela se lanzaban ideas de negocios al vuelo, desde una cafetería con pasteles imposibles hasta un taller de artesanía que nadie podía ignorar.

Isabela caminaba unos pasos detrás, atraída por un rincón que le recordaba al mar, a ese azul profundo donde Adrián solía perderse y, junto a él, su corazón. Lo creía perdido, muerto en algún rincón del tiempo, y sin embargo, el recuerdo era tan vivo que le apretaba el pecho. Respiró hondo, conteniendo las lágrimas, tratando de no dejar que la nostalgia la arrastrara.

Cuando quiso correr para alcanzar a Florencia y Mateo, notó sus mejillas sonrojadas, la complicidad silenciosa que compartían, y decidió quedarse un poco más atrás. Así, entre pasos que no se apresuran y miradas que buscan horizontes, Isabela se sumergía en la memoria de lo que fue, mientras sus amigos quizás empezaban a escribir, sin saberlo, la primera página de una nueva historia.

Encontraron un pequeño café al borde de la plaza, con mesas de madera gastada y sombrillas que lanzaban sombras juguetonas sobre el adoquinado. Se sentaron, dejando que el aroma de los pasteles y del café colara lentamente en sus sentidos.

Florencia reía a carcajadas ante las anécdotas de Mateo, gesticulando y contagiando su alegría a todo el que pasaba cerca. Mateo, orgulloso, exageraba aún más los detalles, haciendo que la risa de Florencia resonara como campanas en la tarde.

Isabela sonreía a ratos, entregándose a las risas de sus amigos, pero su mente viajaba lejos, hasta la bahía donde Adrián había dejado su recuerdo imborrable. Cada bocado parecía ligero, pero en su interior, la brisa marina seguía susurrándole su nombre. Miraba a Mateo y Florencia, sintiendo una mezcla de nostalgia y ternura, sabiendo que allí, entre risas y aromas, nacían nuevas historias, incluso mientras ella seguía anclada a un pasado que aún no podía soltar.

La tarde se desvanecía y el cielo se tiñó de un naranja profundo, anunciando que no habría más buses hacia la ciudad. Sin pasajes, los tres amigos se acomodaron en un pequeño hostal pintoresco, con paredes que olían a madera y a historias de viajeros que habían pasado antes que ellos.

Isabela, sintiendo el peso del día y la nostalgia que aún la acompañaba, suspiró suavemente. —Tengo sueño —dijo, y sus ojos brillaron un instante con esa mezcla de cansancio y cariño que siempre dejaba huella.

Antes de retirarse a su habitación, se detuvo junto a Mateo y Florencia. Los miró con ternura, con la voz baja pero firme, como quien deja una semilla en tierra fértil: —No pierdan el tiempo… —empezó, y sonrió, dejando que sus palabras flotaran entre ellos—. No sigan ocultando lo que sienten.

Y así, entre sombras que danzaban con la luz de la lámpara y el murmullo lejano del viento, Isabela se retiró, dejando que sus amigos asimilaran aquel consejo, mientras la noche cerraba sus puertas y el hostal se llenaba de un silencio cómplice y acogedor.

Florencia abrió los ojos, sorprendida, y soltó una pequeña risa nerviosa, mientras Mateo se quedó un instante sin palabras, mirando el suelo como si las palabras de Isabela fueran un eco que le hacía cosquillas en el corazón. —¿Eh… eso iba para nosotros? —preguntó finalmente Mateo, rascándose la nuca y tratando de sonreír con naturalidad, aunque su mejilla se enrojeció un poco.

—Creo que sí —dijo Florencia, con un brillo travieso en los ojos—

Isabela subió las escaleras, y la puerta de su habitación se cerró con un clic delicado.

En el silencio del hostal, Mateo y Florencia se miraron, dejando que las palabras calaran, mezclándose con la brisa que entraba por la ventana. La risa de antes se convirtió en un murmullo de reflexión; la noche los envolvía, y entre sombras y luces tenues, la sensación de que algo estaba a punto de cambiar los hizo sentir vivos y expectantes.

La mañana llegó con un cielo claro, y el hostal se desperezó junto con sus inquilinos. Florencia y Mateo apenas lograban abrir los ojos; la conversación de la noche anterior los había mantenido despiertos hasta que las sombras se disolvieron en luz.

Cuando subieron al bus que los llevaría de regreso, Florencia, con un bostezo silencioso, apoyó su cabeza en el hombro de Mateo. Él, aunque mantuvo los ojos cerrados, no pudo evitar que un suave sonrojo coloreara sus mejillas, como si el calor de aquel contacto tímido se hubiera quedado con él.

Isabela los observó con ternura, una sonrisa ligera dibujándose en su rostro. Luego, volvió la mirada hacia la ventanilla, dejando que sus ojos se perdieran en los paisajes que pasaban: los tejados del pueblo, los campos bañados de luz, y esa brisa que aún parecía llevar fragmentos de risas, recuerdos y secretos compartidos.

Por un instante, el mundo pareció contener la respiración, y ella recordó aquellos momentos que ya no volverían. La sonrisa permaneció, dulce y melancólica, mientras el bus avanzaba, llevándolos de regreso a la ciudad, pero dejando en sus corazones un eco de lo vivido, un susurro de historias que seguían flotando entre ellos, invisibles pero eternas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.