La tarde se deshacía en un resplandor dorado. El ventanal del salón filtraba la luz como si el tiempo se resistiera a morir del todo. En la mesa baja, dos copas aguardaban su turno; afuera, el murmullo de las hojas competía con un cuarteto de cuerdas que sonaba desde el tocadiscos.
—Me tienes sorprendido… es como si siempre hubieras trabajado aquí —dijo Anselmo, con un orgullo sereno.
—Me mantiene con los pies en la tierra —respondió Adrián, aunque su voz dejaba escapar un cansancio leve, apenas un temblor.
Brindaron sin palabras. La música clásica se deslizaba entre ellos, ocupando los huecos que el silencio no podía llenar.
—¿Nunca te hablé de alguien especial? —preguntó Adrián al fin—. ¿De alguna novia?
Anselmo carraspeó, incómodo. —Siempre fuiste reservado con tus asuntos del corazón.
—¿Nunca les presenté a nadie?
—Yo… —titubeó, buscando en la memoria una certeza que prefería no hallar.
Y entonces, como si hubiera escuchado su nombre en el aire, Rebeca apareció en el umbral. —¿De qué hablan? ¿Cosas de hombres? —dijo, dejándose caer en el sillón con la naturalidad de quien nunca pide permiso.
—Te ves animada —comentó Adrián.
—Estoy como siempre —rió ella, ligera, casi despreocupada.
—Papá dice que nunca les presenté a nadie especial —dijo él, tanteando en sus ojos alguna grieta.
Rebeca respiró hondo. —Te lo mencioné la otra vez… aquella chica de la fotografía, la que tú mismo rompiste. Terminaron, y eso fue todo.
—¿Y no hubo nadie más?
Anselmo iba a responder, pero Rebeca se adelantó con una risa tibia. —Eras un casanova. Todo un don Juan.
Adrián frunció el ceño. —Siento que hablas de otro. Yo no soy así. Anselmo sonrió casi con melancolía.
—Siempre fuiste correcto, atento… Si hubo amores importantes, no lo sé. Quizás Rebeca recuerde mejor que yo.
Ella lo miró con una sonrisa dura, una que bien podía estrangular.
—Decías que un capitán de marina no tenía tiempo para amores duraderos. Ya sabes, ese mito del amor en cada puerto.
Anselmo se levantó. No soportaba ver cómo las palabras se deformaban dentro de su propia casa. Salió al jardín a fumar.
Rebeca, en cambio, se recostó en el sillón. Tomó su taza de manzanilla y sonrió, satisfecha. Durante semanas había seguido a Isabela, observando sus pasos, esperando el momento en que desapareciera. La vieron subir a un bus con sus amigos y supuso que se fue de la ciudad... Y esa noche, al fin, el sabor de la manzanilla le supo a triunfo.