Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 20: Temo Olvidar

El reloj del pasillo marcaba un compás cansado. Afuera, el día se apagaba con lentitud, y la casa parecía contener la respiración. Rebeca, de pie junto a la ventana, seguía con la vista el movimiento de su hijo en la calle. Respiró hondo, casi con resignación. Lo vio alejarse.

—A veces no quiere salir del cuarto, y otras, sin más, se va. Adrián está cada vez más difícil de tratar.

Anselmo, acomodando la almohada, la miró de reojo. —Quítate de la ventana, mujer. Adrián es mayor de edad, por Dios. Deja de meterte en su vida.

Ella hizo una mueca, caminó de un lado a otro, murmurando. Anselmo alzó las cejas; sabía que algo sucedía. Algo serio. De otro modo, Rebeca no estaría tan angustiada.

—Hace días que andas extraña. ¿En qué malos pasos andas? —dijo, medio en broma, medio en serio.

Rebeca lo miró y se sentó al borde de la cama. —Habla de una vez —insistió él.

Bajó la voz, como temiendo que las paredes escucharan. —Ella… la vi. Nunca pensé volver a verla. Justo aquí.

Anselmo frunció el ceño. —¿A quién viste?

Rebeca lo miró. Sus ojos destellaban odio.

Anselmo lo supo entonces. —Isabela.

—Te he dicho que no digas su nombre —dijo Rebeca, poniéndose de pie.

Anselmo respiró hondo, en silencio. No dijo nada.

—Ni se te ocurra —añadió ella—. Adrián no debe saber.

Anselmo sacó una cajetilla de cigarrillos; lo hacía cada vez que estaba molesto. —¿Cuándo la viste? ¿Te vio?

—No. No me vio. Estaba cerca de la empresa, vendiendo en un carrito de comida. Qué asco. Pero lo resolví. No volverá a vender su comida barata.

Anselmo se sentó en la cama. No sabía qué pensar.

Rebeca se acercó a él. —Supe que se había ido a otro pueblo. Pero… ¿y si decide regresar? ¿Y si Adrián la ve?

Anselmo se puso de pie. —Entonces dejemos que el destino haga lo suyo.

—No lo permitiré.

—Tanto odio por esa muchacha no es normal —dijo él. Tomó su almohada y salió de la habitación.

La noche estaba tibia, presagio de la próxima primavera. La luna llena derramaba su luz sobre las calles, sobre las cabezas de los enamorados.

Isabela caminaba por la plaza, ajena a todo. Solo la tibieza del aire parecía llenar su corazón. A veces se detenía, miraba un punto lejano, sonreía con cierta melancolía… y seguía caminando.

Cuando regresó a la casa que compartía con Florencia y Mateo, la cena ya estaba servida. Florencia sonreía. Después los tres hablaron y rieron. Entre risas, un silencio; entre silencios, una lágrima que se dejaba caer. Luego, otra vez, la risa… por algún comentario bobo de Mateo.

Esa misma noche, en un bar, Adrián revolvía la copa, mirando las pequeñas ondas del vino al mecerse, olas de un mar diminuto. A veces respiraba hondo; a veces sonreía. Y esa sonrisa se quedaba, como si temiera marcharse.

Ricardo lo observaba. —¿Y esa sonrisa boba? —preguntó.

Adrián levantó la vista. —Por una mujer —respondió.

Ricardo arqueó una ceja. —¿Alguien que recordaste?

Adrián negó despacio. —No sé quién es. No sé su nombre. La vi esta noche… caminaba absorta del mundo. Había tanto en su mirada.

Ricardo sonrió. —¿Y por qué no le hablaste?

Adrián suspiró. —¿Para qué?

Ricardo se encogió de hombros. —Para conocerla.

Adrián bebió el último sorbo de vino. —Temo —dijo en voz baja.

—¿Qué temes?

Tomó su chaqueta, lo miró. —Temo olvidar.




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