Adrián decidió caminar esa mañana, antes de entrar a la empresa, sin razón aparente, solo porque algo lo empujaba. El sol aún era tibio y la ciudad respiraba con calma, como si también estuviera esperando. Y entonces la vio: la misma mujer de la noche pasada. Cabello suelto, pasos tranquilos, un aire distraído. Se detuvo frente a un escaparate y sus labios dibujaron una sonrisa al ver un vestido de novia.
Adrián se quedó quieto, como si el mundo se hubiera detenido para él. El corazón le dio un vuelco violento.
La observó con un asombro sereno: de una belleza discreta, que al mirarla transmite paz.
Esa paz, paradójicamente, lo llenó de miedo. No la conocía, no sabía su nombre ni su historia, pero su corazón sí la reconocía.
Isabela, distraída, recorría la calle con la mente llena de recuerdos que parecían sueños lejanos. Frente al escaparate, la sonrisa pequeña en sus labios hablaba de tardes imaginando un futuro compartido, nombres de hijos que nunca llegaron, conversaciones que hoy solo existían en la memoria. Una punzada suave le atravesó el pecho, un anhelo imposible de nombrar.
De repente sintió un escalofrío, como si alguien la observase. Volteó, pero no había nadie. Solo la calle, el tránsito y su propio reflejo en el vidrio. Sacudió la cabeza y continuó, acariciando con la mirada la tela delicada del vestido, buscando consuelo en lo que la memoria le permitía sentir.
Adrián dio un paso, pero el semáforo cambió y el ruido de la ciudad lo arrancó de su ensueño. Ella se perdió entre la multitud.
Más tarde, Adrián estaba en la sala, el café aún humeante frente a él, pero sin ganas de tocarlo. La memoria le fallaba a cada sorbo y la confusión pesaba sobre sus hombros. La puerta se abrió, y apareció Rebeca, con su sonrisa estudiada, siempre oculta tras algo.
—¡Adrián! —dijo, demasiado alegre para lo que decía—. Hoy vinieron unos amigos a visitarte.
Él levantó la mirada, confundido. En la sala, un par de hombres y mujeres lo miraban con sonrisas forzadas. Sus gestos eran demasiado calculados. Rebeca se acercó, rozándole el hombro; Adrián sintió la presión de su control, como si manipulara incluso el aire a su alrededor.
—¿Quiénes son…? —su voz sonó débil. —Tus amigos de la universidad —respondió Rebeca, sin mirarlo.
Los relatos de Rebeca, los nombres, las historias de “amistades” y “citas”, se cernían sobre él como nubes negras: recuerdos inventados para que se sintiera incapaz de decidir por sí mismo.
—¿Por qué no dijiste nada? —balbuceó Adrián—. Dijiste que no había amigos ni novias. —El médico dijo que no debía apresurar tus recuerdos… —se apresuró Rebeca.
Adrián se levantó, dando un paso atrás. El aire le faltaba; su madre lo seguía, controlando cada movimiento, cada duda, cada respiración. Su corazón latía con fuerza, y la única imagen clara que podía sostener era la mujer cruzando la calle, la misma del escaparate, con su paso ligero y una sonrisa que parecía real, distinta a todo lo demás.
Salió a la calle, dejando atrás las voces fingidas, los abrazos falsos y las historias inventadas. La ciudad lo recibió con ruido, sol y movimiento, pero su mirada buscaba solo la silueta que su mente había elegido recordar. No sabía quién era, ni por qué, pero en medio del caos y la mentira de su madre, esa mujer era su verdad.
Detrás de él, Rebeca gritó su nombre, cargada de reproche, intentando arrastrarlo de vuelta a la mentira. Pero Adrián ya no la escuchaba. Por primera vez desde que perdió la memoria, respiró sin ahogo, con la certeza silenciosa de que, aunque la memoria fallara, su corazón no lo haría.
Quizá podría reconstruir su vida a su manera. Quizá, en algún lugar, esa mujer que cruzó la calle lo esperaba, la primera ancla de verdad en medio del caos.