Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 22: Desde el otro lado del Cristal

Rebeca caminaba de un lado a otro. Anselmo no decía nada, pero su mirada la juzgaba con severidad.

Ella se detuvo frente a su esposo, con las manos en la cintura y una mueca amarga en los labios.

—Tú debes saber dónde está mi hijo.

Anselmo se frotó las sienes.

—No lo sé. Y si lo supiera, no te lo diría.

Ella lo señaló con el dedo, temblando de rabia.

—Si algo le sucede...

Anselmo se puso de pie y, por primera vez, alzó la voz.

—¡Buscas culpables cuando la única culpable eres tú! ¡Déjalo vivir su vida como le plazca! Ya has intervenido demasiado. —Respiró hondo y cerró los ojos unos segundos—. También cargo con la culpa de no haberle hablado de Isabela.

Rebeca se alteró.

—¡No la nombres!

Anselmo la miró con cansancio.

—¿Cuán idiota crees que soy? ¿De verdad piensas que no entiendo tus motivos para odiarla?

Hubo un silencio denso, que Anselmo rompió con voz más baja:

—Ella no tiene la culpa de que su padre, Antonio, no te amara. De que eligiera a Victoria, la madre de Isabela. Y claro, yo fui el estúpido que cayó como premio de consolación. Aun así, no me arrepiento de haberte amado; me diste un hijo maravilloso, y sigues sin verlo. Tú no sabes lo que es amar. Amas el poder, el control, tenerlo todo calculado a tu favor.

Se acercó un paso más.

—Ahora vas a dejar a mi hijo en paz. Que haga su vida como quiera. Si interfieres una vez más... tú y yo nos divorciaremos.

Ella se dejó caer en el sillón, sin fuerza.

Anselmo respiró profundamente.

—Saldré a fumar —dijo, dejándola sola en la sala.

Rebeca iba a responder, pero la mirada fría de Anselmo la hizo callar.

Esa noche de primavera, una última lluvia se dejó caer.

La lluvia golpeaba la ciudad con furia. Adrián caminaba bajo un paraguas cuando volvió a verla, detrás de un ventanal. Ella estaba en una cafetería, un libro abierto frente a sí, el vapor del café empañando el vidrio. Parecía vivir en un mundo al que él ya no podía entrar.

Se detuvo bajo el aguacero, incapaz de avanzar. La vio sonreír sola, pasar una página, apoyar la barbilla en la mano. Algo dentro de él se agitó.

La lluvia seguía golpeando los cristales. Isabela no lograba concentrarse en el libro. Un cosquilleo le recorrió la espalda, un presentimiento extraño. Volteó hacia la calle, pero no vio nada, solo reflejos y sombras.

Sacudió la cabeza, convencida de que eran ecos de su propio corazón, memorias que aún le hablaban del pasado. Sonrió suavemente y volvió al libro, sin darse cuenta de que un par de ojos la seguían desde el otro lado del cristal.

Adrián respiró hondo. Sintió algo parecido a la inocencia de la infancia, a esos primeros amores que florecen como la primavera. Entonces decidió entrar a la cafetería, aunque no supiera qué decir.

Vio a un hombre llegar y sentarse junto a ella. Isabela le sonrió, y se tomaron de las manos.

Dentro, la escena era serena: Mateo hablaba con entusiasmo, siempre contando alguna anécdota. Luego, tras un silencio, Isabela confesó:

—Puedo sentirlo cerca. Pensarás que estoy loca, pero...

Mateo le tomó las manos y le sonrió.

—Debes dejarlo ir.

Afuera, Adrián sonrió con una mezcla de ironía y tristeza, con celos inútiles y una decepción amarga. Dio un paso atrás justo cuando un relámpago rasgó el cielo. En ese instante, Isabela miró hacia afuera.

La taza cayó de sus manos y se estrelló contra el platillo. Salió de la cafetería sin voz, muda. Ninguna palabra logró escapar; solo el corazón gritaba.

Otro estruendo. La voz de Mateo la siguió entre la lluvia.

Y luego nada.

Adrián siguió caminando. El paraguas había quedado olvidado en la esquina. A lo lejos, la sirena de una ambulancia rompía el ruido del aguacero.




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