Florencia llegó corriendo al hospital. El eco de sus pasos resonaba en los pasillos como un tambor que acompañaba el temblor de su pecho. Se detuvo frente a la puerta, respiró con fuerza, como quien intenta encontrar valor en el aire, y entró. Cuando vio a Isabela, con la venda cubriéndole la cabeza y la mirada perdida, se quebró. Las lágrimas le brotaron mezcladas con un regaño:
—¿Pero en qué estabas pensando, boba...?
Isabela apenas sonrió. —Creí verlo... —susurró, y las palabras se deshicieron en el aire, livianas, como si no quisieran existir.
Florencia miró a Mateo. Entre ambos se cruzó un gesto leve, cargado de comprensión y miedo. Entonces entró el doctor, sereno, preciso, de voz baja. Le hizo preguntas a Isabela, tomó sus signos, anotó algo en una libreta y, tras una pausa, anunció: —Todo está bien. Solo un golpe leve. Descanse y tome este medicamento.
Florencia lo siguió con la mirada hasta la puerta. Antes de que saliera, alcanzó a leer la placa en su bata: Doctor Ricardo Almonte.
—Doctor... mi amiga...
—Fue una contusión, leve, nada de que preocuparse —respondió él—. Más que el golpe, fue el susto.
Ella iba a decir algo más, pero el teléfono del doctor sonó. —Lo siento —dijo él, ya de espaldas—. Tengo una emergencia. Florencia lo observó marcharse, hizo una mueca. Estaba segura de haberlo visto antes, pero ¿dónde?
Esa noche, Isabela se durmió. En la penumbra de la habitación, Florencia y Mateo hablaron en susurros, temiendo poner en palabras la sospecha que ambos compartían: tal vez Isabela necesitaba ayuda más profunda, tal vez un psiquiatra.
En otro rincón de la ciudad, el bar de siempre aguardaba con su luz cansada. Ricardo se sentó junto a Adrián, que miraba la botella a medio vaciar como si buscara respuestas en el fondo del vaso. Para romper el silencio, Ricardo habló del caso del día: una mujer hermosa, una contusión leve, una mirada que no lograba sacarse de la cabeza. Adrián apenas lo escuchaba. Comenzó a hablar de su madre, de los amigos falsos, de las promesas rotas. Luego, sin proponérselo, llegó a la herida más reciente: una ilusión fugaz que se desvaneció demasiado pronto, y que le dolía más que las mentiras de Rebeca.
Ricardo respiró hondo, a punto de aconsejarlo, pero Adrián se adelantó. —Me iré.
—Es lo que iba a decirte —respondió Ricardo, con una mezcla de alivio y tristeza—. Como te dije antes, tengo una cabaña. Puedes quedarte allí hasta que decidas qué hacer.
Adrián asintió. Se levantó, miró por última vez el lugar donde tantas noches se había refugiado y murmuró, como para sí: —Empezar de nuevo... conocer personas... crear recuerdos.
Y fue así como Adrián se marchó, dejando atrás las sombras y el eco de todo lo que ya no podía ser. El mismo eco que, sin saberlo, esa noche todavía vibraba en los pasillos del hospital.