Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 24: Clara

Adrián salió de la ciudad en la madrugada. El camino serpenteaba entre colinas suaves, abrazadas por montañas que se alzaban majestuosas. Cada curva revelaba un paisaje distinto: árboles que susurraban con la brisa, riachuelos que reflejaban la luz del sol, y el aire, frío y limpio, que parecía limpiar también su memoria.

Llegó a la cabaña al borde del bosque: una construcción pequeña, de madera oscura. Cada pisada hacía crujir el suelo. Una chimenea prometía noches tibias frente al fuego, y el silencio del lugar parecía un pacto tácito: aquí nadie interrumpiría sus pasos ni sus pensamientos.

Adrián se detuvo en el umbral y respiró hondo. El aire, el bosque, la luz… todo le pareció una promesa. Una promesa de llenar los días con recuerdos propios, de bordar su vida entre la niebla del pasado y la claridad de un presente que aún empezaba a escribirse.

Los primeros días y noches pasaron en calma. Se quedaba despierto hasta la madrugada, a veces caminando por los senderos, a veces sentado en la escalinata de la cabaña, respirando la quietud del bosque. Bajaba al pueblo una vez por semana para comprar víveres: pan, café, frutas, y papel para seguir anotando pensamientos dispersos, pedazos de memoria que todavía necesitaban aire.

El almacén era pequeño, con techo de tejas rojas y una campanilla que sonaba con cada entrada, como un milagro cotidiano. Detrás del mostrador, una muchacha acomodaba frascos de mermelada. Cuando levantó la mirada, sus ojos —grises, casi transparentes— se detuvieron un instante en los suyos.

Ella sonrió apenas. Una sonrisa que no prometía nada, pero dejaba un resplandor sutil. Se llamaba Clara, aunque Adrián lo supo después, cuando regresó una segunda vez, y luego una tercera, con la excusa de que el café se había acabado.

Clara hablaba poco, pero cada palabra tenía un brillo tímido, una honestidad sin defensa. Vivía con su abuela en una casa junto al río. Adrián empezó a notar detalles que antes le pasaban desapercibidos: la música del molino, el temblor de las hojas cuando el viento bajaba del monte, el modo en que Clara apretaba los labios antes de reír.

Una tarde, mientras cargaba una bolsa de provisiones, ella lo detuvo con un gesto.

—El camino estará resbaladizo, anoche llovió —dijo.
—Lo tendré en cuenta.
—No, espere —insistió, y le tendió una bufanda. Era de lana gastada, color mostaza, con olor a hogar.

Adrián quiso decir algo, pero las palabras se enredaron en la garganta. No hacía falta hablar: el silencio entre ambos no era incómodo; era como una pausa en medio de una canción que todavía no sabe si será triste o feliz.

Mientras subía por el sendero de regreso, la bufanda apretada al cuello, pensó que tal vez no todas las cosas que llegan tarde llegan mal.




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