Mateo llegó con las manos manchadas de polvo y una sonrisa que no cabía en su rostro. Florencia traía un sobre doblado, apretado contra el pecho como si dentro latiera algo frágil.
Isabela los miró sin entender, hasta que vio la llave. Era pequeña, oxidada en los bordes, pero brillaba con una promesa que la dejó sin aire.
—No puede ser —murmuró—. ¿Qué hicieron?
Mateo se encogió de hombros, nervioso.
—Vendimos el bote viejo de papá… y Florencia que había trabajado de mesera, ahorró cada propina de los últimos meses. No es gran cosa, pero el local de la esquina quedó libre.
Isabela sintió el peso del gesto como una marea dulce y dolorosa.
—No debieron hacerlo. Deberían pensar en ustedes, en su futuro, cuando decidan casarse…
Florencia sonrió.
—Esto es parte de nuestro futuro. Y del tuyo también.
Isabela se quedó mirando la llave. La sostuvo entre los dedos, temblando. Por un instante, todo pareció detenerse: la calle, el ruido, incluso el miedo. Solo quedaba esa certeza sencilla y enorme: un lugar donde empezar de nuevo.
La ciudad despertaba con su ruido de siempre, pero para Isabela el tiempo había cambiado de ritmo.
Las mañanas comenzaban con el sonido del horno encendiéndose, el aroma dulce del azúcar y el golpeteo de los utensilios contra el mármol.
La pastelería —La Esquina de Abril, así la llamaron— era pequeña, pero tenía algo cálido, como si cada torta guardara un recuerdo amasado en secreto.
Florencia se encargaba de atender a los clientes, Mateo que era bueno con los números, llevaba las cuentas. Isabela, en cambio, prefería perderse entre las masas. Allí, en el acto repetido de mezclar, amasar, hornear, encontraba una forma de silencio parecida al consuelo.
A veces, mientras el pan crecía dentro del horno, ella recordaba, aunque con pesar; el rostro y la voz de Adrián empezaban a desvanecerse.
Había días en que la memoria era una bruma densa, y otros en que el olvido se sentía como un alivio.
Florencia la observaba con una mezcla de ternura y preocupación. Sabía que Isabela aún convivía con fantasmas —no los de miedo, sino los que se sientan a la mesa sin ser invitados—.
Pero también sabía que cada pastel que salía del horno era una pequeña victoria: una forma de decir aquí sigo, aunque duela.
El negocio crecía despacio, como crecen las cosas verdaderas.
La gente del barrio comenzó a reconocer el lugar por el aroma: una fragancia que se escapaba a la calle y se quedaba flotando entre los puestos del mercado.
Había risas, cansancio y el inconfundible sonido de las segundas oportunidades.
Lejos, entre montañas, Adrián también comenzaba a recordar —no los hechos, sino la sensación de estar vivo.
Caminaba por senderos húmedos, tocaba la corteza de los árboles, escribía frases sueltas en su libreta.
Los recuerdos que había perdido ya no dolían: se habían convertido en espacio. Y en ese espacio nuevo, germinaban otros.
Mientras Isabela sigue trabajando en la pastelería, cada creación es un grito de su alma, tantos momentos en silencio. El alma perdida en los dulces de vainilla.