Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 26: El Eco de un Recuerdo

El tiempo en las montañas era caprichoso. A veces el frío viento se colaba hasta la memoria; otras, el calor parecía encender el alma.
La brisa despejaba la mente de Adrián cuando se perdía entre recuerdos. Pero él ya había decidido: no buscaría más en los rincones oscuros de su memoria. Aun así, el corazón es terco y se agita con una fragancia o con el eco de un recuerdo que se niega a salir de su escondite.

Miró la bufanda color mostaza que reposaba en el respaldo de la silla. Sonrió, una sonrisa mezcla de ternura y esperanza. Fue entonces cuando escuchó una voz: un canto.
Salió rumbo al bosque, y la voz se hacía cada vez más nítida. Se detuvo al verla. Clara recogía moras y cantaba. Su voz era clara, como su nombre: cálida, afinada, casi luminosa. En el coro de la iglesia su canto siempre hechizaba a todos; parecía un ángel caído entre los matorrales.

Adrián dio un paso y una rama crujió bajo su bota. Clara se volvió, se sobresaltó y perdió el equilibrio. Cayó de forma torpe y graciosa. Adrián corrió a ayudarla, pero la risa lo traicionó. Ella lo miró molesta al principio, y luego ambos rieron, tanto que el bosque pareció reír con ellos.

Después vino el silencio: breve, denso, lleno de algo que ninguno se atrevió a nombrar.
Las risas de los niños del catecismo los sacaron del ensueño.
Caminaron juntos, hombro a hombro, recogiendo las moras caídas, y sin decir palabra, siguieron llenando la cesta y el aire con un tímido comienzo de historia.

Cuando Clara se despidió, el bosque guardó su risa entre las hojas. Adrián volvió a casa con las manos manchadas de mora y el corazón en desorden. Esa noche apenas durmió. Al amanecer, el canto de las campanas lo arrancó de un sueño confuso y el pueblo lo recibió vestido de fiesta.

Adrián bajó al pueblo con paso lento, observando las guirnaldas que cruzaban las calles como hilos de colores tendidos entre las casas. Era su primera fiesta desde que había llegado. Sentía la curiosidad de un niño y, al mismo tiempo, esa leve melancolía que lo acompañaba siempre, como si su alma recordara un pasado que su mente no alcanzaba.

En la plaza, los puestos rebosaban de dulces, tejidos y flores secas. Y allí, entre los aromas del bosque y el bullicio de la gente, vio a Clara detrás de su mesa de mermeladas, reía mientras explicaba las mezclas a una anciana que probaba cada frasco con devoción. Su cabello atrapaba la luz del sol; parecía una llama viva.

Cuando sus miradas se cruzaron, Clara levantó una mano para saludarlo. Adrián se acercó. Ella le ofreció una cucharita con mermelada de mora silvestre.
—¿Qué tal? —preguntó, sonriendo.
—Dulce —dijo él—, como tú .
Ella sonrió, avergonzada, pero encantada.

El grupo de músicos comenzó a tocar una tonada alegre. Algunos jóvenes salieron a bailar, y pronto la plaza se llenó de movimiento.
—¿Sabes bailar? .
—No...
— Yo tampoco...
Hubo una mirada pícara de Clara... lo tomó de la mano y lo llevó al centro de la plaza. Bailaron torpemente al principio, entre risas y tropiezos. Luego, sin buscarlo, sus pasos encontraron un ritmo común, y el mundo pareció desvanecerse. La música se volvió distante; solo quedaba el roce de sus manos y el perfume de las moras.

Desde un banco, la abuela de Clara los observaba. Tenía los ojos húmedos, una sonrisa entre dulce y cansada.

Esa noche, mientras el pueblo dormía y el eco de la música se apagaba entre los pinos, Adrián miró el cielo desde su ventana. En algún rincón de su mente, una sombra de nombre desconocido comenzó a despertar.

Al otro día, al caer ya la tarde, recibió una invitación, no pudo negarse.

Clara carraspeó...

—La abuela insistió en que vengas —dijo, sin mirarlo del todo—. Dice que no se puede confiar en quien no prueba su guiso de conejo.
—Entonces no tengo elección —respondió Adrián, sonriendo—.

El camino hasta la casa de la abuela se abría entre nogales y zarzamoras. La tarde aún olía a fiesta, pero el sol comenzaba a caer tras los cerros, derramando una luz de cobre sobre los campos. Clara caminaba unos pasos más adelante, y las mejillas encendidas.
La casa era pequeña y acogedora, con las paredes cubiertas de fotos y una chimenea que parecía llevar siglos encendida. El aire olía a pastel recién horneado, romero y madera. La abuela los recibió con un delantal floreado y una mirada que lo observaba todo: la forma en que Clara sonreía, la torpeza encantadora con que Adrián se quitaba el sombrero.

Durante la cena, la conversación giró en torno a historias antiguas. La abuela, con su voz gastada pero firme, hablaba de cuando Clara era niña:
—Tenía seis años y se empeñó en hacer mermelada sola. Llenó la cocina de azúcar, moras y un enjambre de abejas que parecía un ejército.
—¡Abuela! —protestó Clara, sonrojada—. No empieces con tus historias…
—¿Y perderme la oportunidad? —dijo la anciana—. Este muchacho tiene que saber en qué líos se mete.

Adrián reía con una facilidad que no recordaba en sí mismo. La calidez del fuego y el tintinear de la vajilla lo hacían sentir parte de algo que no podía nombrar. Clara se levantó luego para ayudar en la cocina, y la abuela aprovechó ese silencio breve, casi solemne.

—Adrián —dijo despacio—, usted no tiene familia aquí, ¿verdad?
—No, señora...
—Entonces quizá entienda lo que voy a decir. Clara es fuerte, pero su fuerza viene del amor que da, no del que recibe. Cuando yo falte, necesitará alguien que la mire con bondad, alguien que no tema quedarse.
—Puede confiar en mí —respondió él, con una seriedad que lo sorprendió—. No dejaré que le falte nada.




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