Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 27: Lo que el Silencio dejó.

Mientras Isabela sacaba del horno una tanda de galletas de vainilla, la campana de la puerta sonó. Un hombre mayor entró. No era un cliente habitual.

La bandeja casi cayó de sus manos; nunca pensó ver al padre de Adrián. Él también se sorprendió, pero su mirada no era arrogante, sino más bien cargada de culpa. Después de un breve pero incómodo silencio, dijo —Vine porque... me hablaron de esta pastelería y últimamente lo dulce parece llenar mi alma.

Isabela lo observó en silencio, sin palabras.

El hombre se acercó a la mesa. “Bonito lugar”, susurró. Luego preguntó: —¿Cómo has estado, muchacha?

Isabela se encogió de hombros; la voz se refugió en su garganta, temerosa de que, si decía una palabra, rompería a llorar. Luego, aunque las palabras dolían, habló pausadamente. —Intento —comenzó— tener un propósito en mi vida. Este lugar es pequeño, pero lleno de calor. Pretendo ofrecer refugio y recuerdos a otros.

Mateo y Florencia observaban en silencio.

Anselmo tambaleó; de inmediato lo sentaron y le ofrecieron un té caliente. Isabela pensó que el hombre, como padre, no superaría nunca la muerte de su hijo, al igual que ella nunca olvidaría el amor.

De pronto, el hombre tomó sus manos. —Perdóname, hija —dijo con sinceridad. Quiso hablar, pero la cobardía o el miedo lo hicieron callar. Se levantó, respiró hondo y salió, dejando que el silencio guardara sus secretos.

El aire se espesó un instante, como si las palabras no dichas dejaran un eco invisible. Afuera, la vida continuaba con su calma, pero en algún lugar otro silencio empezaba a tomar forma.

El aroma a vainilla quedó atrás, pero algo de esa dulzura parecía perseguirlo hasta el bar. Allí, el aire olía a licor y remordimiento.

Ricardo entró al bar. Alzó las cejas con curiosidad: ver al padre de Adrián beber más de una copa ya era raro. Se sentó a su lado en silencio, dejando que las palabras aparecieran por sí solas.

—Antes del naufragio —empezó Anselmo, con voz quebrada—, Adrián estaba profundamente enamorado... Una muchacha linda, sencilla, con una devoción que estremecía.

Ricardo lo escuchaba, intentando entender el afán de Rebeca y los motivos de su mezquina voluntad de controlar cada destino.

—¿Entonces le confieso todo a mi hijo? —preguntó visiblemente contrariado—. ¿Le digo que hay una mujer desgarrada de tristeza, creyéndolo muerto?

Ricardo no respondió de inmediato. Miró su copa, el brillo tembloroso del líquido reflejando su indecisión. Finalmente dijo: —No tengo la certeza de que sea buena idea. Las mentiras son demasiadas... Él no confía, y una más podría ser devastadora. Aunque esa mujer sea el amor de su vida.

—¿Entonces qué hago? —Anselmo se pasó una mano por la frente, sintiendo el peso del pasado. Ricardo encendió un cigarro, dejando que el humo se arremolinara entre ellos antes de hablar: —Esperemos un tiempo. Que mejore su estado emocional. Verlo más seguro... y quizás, poco a poco, hablarle del pasado.

Cuando la conversación se agotó, el silencio fue la única respuesta posible. Días después, Anselmo emprendió el viaje, al pueblo. El trayecto fue silencioso; lo movía más la culpa que la esperanza. Buscó a Adrián y lo encontró en el mercado, comprando pan y fruta. Lo observó sin acercarse: su hijo reía, hablaba con una muchacha, Clara. Parecía en paz. Anselmo se debatía entre confesarle todo —sobre Isabela, sobre su madre, sobre los errores que arruinaron lo que pudo haber sido una vida simple, pero feliz— o callar. Finalmente decidió callar. Tal vez el silencio sea otra forma de amor. Lo había visto pasear con Clara; se veía bien. Quizás había encontrado la paz que tanto necesitaba, y el pasado debía quedarse en el olvido.

Mientras tanto, Isabela seguía trabajando en la pastelería. A veces, al amasar el pan, sentía que cada movimiento era una oración. Cada pastel llevaba algo de su alma: el recuerdo del naufragio, el eco del nombre de Adrián, el temblor de una promesa rota. Nunca volvió a pronunciar su nombre en voz alta, pero lo pensaba cuando el horno exhalaba su primer aliento cálido, cuando el azúcar doraba despacio, como el amanecer que una vez compartieron.

Las vecinas decían que tenía un don: en sus dulces había consuelo, una dulzura distinta, como si comprendiera las heridas ajenas. Pero ella sabía la verdad: cocinaba para no desmoronarse.

Lejos de allí, donde el olor a pan no llegaba, otra historia comenzaba a remover su propio polvo.

Clara barría, canturreando para sí misma, sacudiendo cojines con cuidado mientras la luz filtrada por la ventana danzaba sobre los muebles. Fue entonces cuando vio acercarse a una mujer elegante, moviéndose con delicadeza casi coreográfica, como si temiera rozar el suelo. Al llegar a la puerta, la mujer se detuvo. Clara la miró de la cabeza a los pies.

—¿Está perdida, señora? —preguntó.

—Busco a mi hijo, Adrián —dijo la mujer con voz contenida.

Clara sonrió y abrió la puerta de par en par, invitándola a entrar—Señora Rebeca, pase por favor. Adrián me ha hablado de usted.

Rebeca frunció el ceño, olisqueando el aire como si todo el lugar tuviera un olor repulsivo para ella. Las cosas simples le causaban pavor.

—¿Le ofrezco algo mientras espera? —propuso Clara.




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