Isabela avanzaba por la carretera costera, el sol apenas asomaba y el aire olía a sal y a distancia. Llevaba flores en el asiento del copiloto. Tres años. El silencio dentro del auto parecía respetarlo.
En dirección contraria, a varios kilómetros, Adrián dormía recostado en la ventanilla del autobús. Clara hojeaba unos papeles, intentando no pensar demasiado. Afuera, el paisaje cambiaba: los campos se abrían, el cielo también.
Por un momento —solo un momento— dos luces se cruzaron en la curva. Nadie lo notó. Pero algo leve, una brisa distinta, se coló en ambos vehículos. Isabela levantó la vista del volante; Adrián giró la cabeza en sueños. Y el mundo siguió, como si nada.
El autobús entró a la ciudad antes del amanecer. Adrián abrió los ojos con una sensación extraña, como si hubiera estado soñando con alguien cuyo rostro no lograba recordar. Clara dormía a su lado.
Mientras avanzaban entre calles vacías, algo en el pecho le pesó distinto. No era tristeza, ni miedo. Más bien la nostalgia. Miró su reflejo en la ventana, el rostro ajeno que el vidrio le devolvía, y pensó que quizá la memoria no se borra del todo.
Cuando bajó del autobús, el aire le pareció salado, sin motivo alguno.
Mientras, en la bahía, Isabela abrió las ventanas, dejando que el aire fresco del mar entrara. Respiró hondo, buscando un aroma, un recuerdo… las risas, las noches de pasión. Todo permanecía intacto: los mismos rostros, un poco más viejos, más cansados, pero con la misma esencia. Ya se cumplían tres años desde aquel fatídico accidente.
Esa noche se durmió mirando las estrellas a través de la ventana. El rumor del mar entraba con cada brisa, como si alguien la llamara por su nombre.
Al amanecer, a la primera luz del alba, caminó hacia el cementerio. Las personas del pueblo la vieron pasar, pero no dijeron nada: apenas un leve gesto de cabeza. Más allá del muelle, los pescadores preparaban las redes. Uno de ellos agitó la mano, gesto que Isabela imitó.
Al llegar, caminó sobre hojas secas; el oleaje, a lo lejos, parecía murmurar algo incomprensible. Grande fue su sorpresa al ver la tierra removida y los restos de la lápida.
Se quedó quieta un momento, el corazón golpeando despacio, sin ritmo. No sabía si correr o gritar. Entonces el impulso ganó: necesitaba respuestas. Corrió hacia el muelle.
El mar estaba calmo, demasiado calmo. Un pescador la vio acercarse.
—Isabela… ¿qué haces tan temprano?
—La tumba de Adrián está removida —dijo ella, apenas un hilo de voz—. ¿Qué sucedió? ¿La familia Montenegro lo cambió de lugar?
Él pestañeó y sonrió, incrédulo.
—Pero muchacha… ¿qué dices? Adrián está vivo...
El aire se volvió espeso. Isabela parpadeó, sin entender. El corazón le golpeó el pecho con un ritmo torpe, irregular. Sintió un frío subirle desde los pies, como si el mar se hubiera metido en su sangre.
—No es gracioso hacer esas bromas —murmuró, más para sí que para él.
—Yo mismo lo encontré en la playa del pueblo vecino —respondió el hombre—. Lo llevé al hospital. Don Anselmo y doña Rebeca dijeron que te habían avisado. Estás pálida, muchacha.
Isabela no escuchó nada más. El murmullo del mar se le metía en los oídos como un zumbido antiguo. Corrió hasta la casa de los Montenegro. Un hombre pintaba la fachada; el jardín, bien cuidado.
—¿Regresarán los Montenegro? —preguntó, aún sin creer aquella verdad.
El hombre se encogió de hombros.
—Son órdenes del señor Anselmo.
El viento trajo olor a sal y pintura fresca. En algún punto, más allá del muelle, una ola rompió con fuerza, como si despertara algo que nunca se había ido.
Esa mañana de domingo, Mateo paseaba con Florencia por el parque. El aire tibio arrastraba hojas secas, y el sol caía despacio entre los árboles.
De pronto, frente a ellos, apareció Adrián, tomado de la mano de una mujer. Reían, caminaban con la naturalidad de quien pertenece al mundo.
Mateo se detuvo. Sus ojos se abrieron con incredulidad. Florencia quedó paralizada, sin voz. No podían creerlo: Adrián estaba vivo.
Sin mediar palabra, Mateo avanzó y lo golpeó.
—¡Mentiroso! ¡Cínico! —gritó, la voz cargada de ira y desconcierto—. ¿Cómo pudiste…?
Adrián retrocedió, atónito. Su mente buscaba recuerdos, explicaciones, algo que le diera sentido a aquella tormenta. Todo lo no dicho vibraba en el aire.
El silencio después del golpe fue más brutal que el grito. Clara lo tomó del brazo y lo arrastró fuera de la multitud. Nadie dijo nada.
Más tarde, en la clínica, Ricardo suturaba una pequeña herida en la frente de Adrián.
—¿Buscando pleitos? —intentó bromear.
Adrián esbozó una sonrisa débil. No entendía nada.
—No sé quién era ese hombre —murmuró—. Ni por qué me odia.
Clara seguía a su lado, aún conmocionada por la violencia del encuentro.
—No creas que todos los citadinos somos así —dijo Ricardo, intentando alivianar el ambiente.
Adrián guardó silencio. En la mirada de aquel desconocido no había visto odio, sino confusión. Pero de pronto sintió la sensación, de que ya lo había visto antes.
Mientras tanto, Mateo caminaba de un lado a otro, maldiciendo y golpeando la pared. Florencia lo observaba, aún impactada.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella al fin—. ¿Le diremos a Isabela?
—Maldito… todo este tiempo —gruñó Mateo—. Debió buscarla, explicarle. No dejar que ella llorara su muerte.