Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 29 Cuando Amanece el Silencio

Los días siguientes fueron una búsqueda obstinada. Isabela necesitaba verlo con sus propios ojos, desprender del pecho esa frustración que crecía como un nudo. A veces la acompañaba Florencia, otras Mateo. La ciudad se extendía interminable, un laberinto de asfalto y luces.

Una mañana, mientras desayunaban, la conversación pasó de recuerdos a sospechas. Florencia alzó una ceja.
—No me extrañaría que el señor Anselmo nos haya denunciado —dijo con esa calma que solo precede al desastre—. Supe que tienen una empresa en aquella avenida, donde vendíamos nuestras frituras.

El aire se tensó. Mateo rozó la mano de Florencia, intentando frenar la corriente de sospechas, pero la semilla ya estaba sembrada. Isabela se levantó, tomó su bolso y la miró.
—Más bien es del tipo de cosas que haría doña Rebeca.
—¿Dónde vas? —preguntó Mateo, sabiendo la respuesta antes de formularla.

Minutos después, los tres se detenían frente al edificio. Los ventanales reflejaban la ciudad en fragmentos de luz dorada. Avanzaron como sombras decididas. Preguntaron por la oficina de Anselmo Montenegro. Les dijeron que estaba en una reunión, que si tenían cita. Isabela siguió caminando, firme, cada paso marcado por la determinación.

Al llegar a la puerta de conferencias, los guardias se acercaron. Mateo y Florencia se interpusieron.
—Vamos, Isabela… ve, rápido —dijeron, tensos.

Los gritos llamaron la atención de Anselmo y los socios. La puerta se abrió. Él se puso de pie.

Isabela quiso gritar, pero la voz se ahogó en su garganta.
—¿Por qué? —susurró.

El aire se espesó. Ninguno de los tres se movió. Los relojes parecieron detenerse.

Anselmo dio por terminada la reunión y ordenó a los guardias retirarse. Respiró hondo, buscando calma, y se acercó, sereno pero firme. Sus ojos se cruzaron con los de Mateo, y en ese instante supo que todos conocían la verdad: Adrián no había muerto.

Mateo se apoyó contra la pared. Florencia estaba al lado de Isabela, que no apartaba los ojos de Anselmo. La tensión flotaba en la oficina, como aire antes de la tormenta.
—¿Por qué? —repitió Isabela.

Anselmo respiró profundo antes de hablar. Contó sobre el accidente, la pérdida de memoria de Adrián, su culpa al dejarse manipular por Rebeca y el temor por la salud mental de su hijo. Isabela lo escuchaba, inmóvil, mientras las palabras caían como piedras en el agua.
—Saber la verdad de golpe puede ser dañino para él —dijo Anselmo, con angustia marcada en cada palabra.

Isabela cerró los ojos. No soportó un segundo más y salió corriendo. Sus pasos resonaban entre los callejones, y la ciudad parecía contener la respiración.

De pronto, se detuvo en una calle poco concurrida. La brisa le erizó la piel. Allí, al final de la calle, lo vio.
Adrián y Clara, tomados de la mano, caminaban con serenidad. El sol reflejaba destellos dorados en sus cabellos. Un escalofrío subió por su espalda y el corazón le golpeaba con fuerza. Quiso correr hacia él, abrazarlo, besarlo… y al mismo tiempo abofetearlo por todo el dolor acumulado. Pero Clara estaba tranquila, firme junto a él.

Isabela retrocedió, con un nudo en la garganta. El silencio envolvía el momento, cargado de recuerdos, mentiras y emociones atrapadas. Por un instante, el mundo pareció contener la respiración.

Mateo y Florencia la tomaron de los brazos antes de que se desvaneciera. Regresaron en silencio a la casa. No hubo más palabras que abrieran la herida.

Tres tazones hervían en la mesa; el vapor dibujaba líneas efímeras en el aire. Nadie hablaba, hasta que Florencia rompió el silencio mirando cómo el vaho se desvanecía.
—Di algo, cualquier cosa…

Isabela respiró hondo y esbozó una sonrisa.
—Estoy cansada… iré a dormir un rato.

Aquella tarde se estiró hasta hacerse eterna. Florencia vigilaba el sueño de su amiga. A ratos la escuchaba sollozar. Mateo, mientras tanto, salió a repartir algunos pedidos.

Al regresar, encontró a Florencia dormida en el sillón. La cubrió con cuidado, y al posar un beso en su frente, un suspiro silencioso pareció unir la calma de la habitación con el corazón de ambos.

La madrugada se deslizó por la ciudad como un hilo invisible. El silencio pesaba.

El reloj marcó las seis en punto.
Florencia pegó la oreja a la puerta. El agua de la ducha caía.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —respondió Isabela, tratando de sonar tranquila—. Solo necesito una ducha tibia.
—Sabes que...
—Lo sé —interrumpió Isabela.

Florencia se quedó un momento más, escuchando el sonido del agua. Luego bajó las escaleras lentamente, a ratos volviendo la mirada hacia atrás.
En la sala, Mateo la abrazó.
—Ella es muy fuerte —susurró.
—Por eso la admiro —respondió Florencia.

Mientras el agua caía, Isabela sentía cómo los años se deslizaban por el desagüe. Pasó la mano por el vaho del espejo y, al verse, sonrió. Tal vez ya era hora de empezar de nuevo.

Cuando bajó, Mateo y Florencia la miraron. Ella sonrió.
—¿A dónde vas?
—A la pastelería… ¿dónde más?
—Pensamos que te tomarías algunos días.
—Hay pedidos. Y si me quedo… pienso demasiado. ¿Vamos?

Mateo hizo un comentario tonto, aligerando el aire. Siempre encontraba la manera de que todo fuera más liviano.




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