Lejos de esos silencios que pesan, la vida seguía con la rutina que sostiene los días.
Mateo da un gran bostezo, se frota las manos, mira a Florencia y se empina para ver si Isabela está en la cocina.
—No está —dice Florencia—. Ya sabes que le gusta caminar de madrugada.
Mateo respira hondo. Se acerca a su novia y la abraza.
—Necesitamos un tiempo para nosotros.
Florencia sonríe, pero una punzada de culpa le roza el pecho. Se siente egoísta al ser feliz con Mateo, mientras Isabela apenas sale de un duelo para caer en una decepción mayor.
A esa misma hora, Isabela intenta ordenar su propio mundo mientras el amanecer la encuentra caminando sin rumbo.
Las luces de los faroles ya se están apagando y los primeros rayos del sol se dejan caer, débiles, indecisos. Sube el cuello de su abrigo, compra un café y se sienta en un banco de la plaza. Le enternece ver a un niño que camina de la mano de su madre: lleva gorro, bufanda y un abrigo que casi toca el suelo. Entonces, la mente despiadada juega con sus recuerdos.
Sobre un mantel blanco tendido en la playa, Isabela y Adrián hacen planes mientras el rugido del mar es solo un arrullo. Él respira hondo.
—Quiero estar así, siempre, contigo.
Ella sonríe, mientras sus dedos se enredan en los cabellos castaños de Adrián.
De pronto, una lluvia inesperada los sorprende. Corren por la playa, luego por el muelle, y acaban abrazados, besándose bajo la lluvia que los acaricia.
Al rato, ya en casa de Isabela, la ropa mojada está esparcida por el suelo. El ruido de la lluvia lleva un ritmo cadencioso, igual que sus cuerpos.
Cuando las respiraciones se calman y sus dedos juegan a entrelazarse, Adrián, mirando el techo, deja volar sus planes:
—Tendremos una casa frente a la playa.
Isabela alza una ceja.
—¿Qué tiene de malo esta? Es cálida y está cerca del mar.
Él la besa.
—Una casa más grande, para cuando lleguen nuestros hijos.
Ella lo mira, sorprendida y emocionada.
—¿Hijos?
Adrián sonríe.
—Una niña que se parecerá a ti.
Isabela también sonríe.
—O un niño que se parezca a ti.
Él la abraza.
—Mejor la parejita.
Ella se acomoda en su pecho.
—Me parece perfecto.
Un ruido abrupto de una fábrica la devuelve al presente, arrancándola de aquel verano tan lejano. Sonríe, disfrazando su amargura, y deja el café sobre la banca, mudo testigo de sus recuerdos.
El vapor se disipa y, con él, el último rastro de calor entre sus manos. Isabela se levanta despacio. El parque huele a hojas húmedas. A lo lejos, una mujer pasea a su perro. Pasa frente a una librería que recién abre: el dependiente levanta la reja, bosteza. La vida sigue, piensa. Siempre sigue, aunque no sepamos hacia dónde.
Cruza la calle y el reflejo en una vitrina le devuelve un rostro que casi no reconoce: la mirada cansada, el gesto que ya no espera. Sonríe con desgano, como si saludara a una vieja versión de sí misma.
Sus pies la guían hasta la pastelería. El viento sopla con olor a azúcar quemada.
Al llegar, ve a Mateo acomodando cajas en el mostrador y a Florencia detrás del vidrio, con las mejillas sonrosadas por el calor del horno. Empuja la puerta y el sonido de la campanilla corta el aire.
Florencia se queja de que, por culpa de Mateo, su intento de hacer bollos se ha arruinado. Mateo finge indignación, toma un bollo y, antes de morderlo, dice:
—Me enfermaré del estómago, pero, porque te amo, me lo comeré.
Florencia alza una espátula y lo persigue. Isabela ríe, toma otro bollo y comenta:
—Si le quitamos lo quemado, queda un sabor muy agradable.
Florencia y Mateo detienen su juego, la miran y, al final, los tres terminan riendo.
La risa se mezcla con el aroma dulce del pan, el humo leve del horno y la luz dorada que entra por la ventana. Por un instante, el mundo parece quedarse quieto, envuelto en esa tibieza.
A unos kilómetros de allí, donde el frío de la mañana todavía se aferra a las baldosas, el día comienza de otra manera.
Rebeca camina de un lado a otro, envuelta en un chal fino. El aire de comienzos de invierno se cuela entre las macetas y enfría las baldosas. Luego se sienta, toma una revista de moda y la hojea mientras mira de reojo a su esposo. Anselmo dormitaba en el sillón de la terraza, con los hombros hundidos en una manta ligera. Ella carraspea, pasando las páginas.
—Supe que hubo un incidente desagradable en la oficina.
Anselmo no contesta. Un músculo le tiembla apenas en la mandíbula, gesto antiguo que Rebeca reconoce demasiado bien.