Cuando el Corazón Recuerda

Capítulo 31 Entre la lluvia y el anís

El aroma del anís se escapaba por la puerta entreabierta de la pastelería. Afuera, el invierno parecía no decidirse entre el gris y la nostalgia. Dentro, el calor del horno hacía olvidar casi todo... casi.

Isabela movía la espátula como quien intenta borrar pensamientos. Cada pastel era una tregua: capas de masa y crema donde escondía las ruinas de su amor. No hablaba de ello; el azúcar era su manera de callar.

Aquella tarde entró un hombre con un niño. Él tenía una sonrisa amable, un gesto cansado en los ojos. El pequeño, en cambio, parecía un sol de invierno: hablador, curioso, con los cachetes colorados por el frío.

—Huele rico —dijo apenas cruzó la puerta.

El niño se estiró sobre la punta de los pies para mirar mejor.

Isabela sonrió y cortó un trozo de pastel.

—¿Quieres probar?

El niño asintió rápido y dio un mordisco.

—¡Está buenísimo! —exclamó con la boca llena—. Mejor que los que hace mi papá.

El hombre sonrió, medio avergonzado. Isabela también sonrió.

Cuando salieron, el aire frío volvió a entrar con ellos, pero dejó flotando una risa que se quedó un rato en el mostrador. El niño llevaba su caja de pastel como quien lleva un tesoro. Luego sonrió y miró a su papá.

—Es bonita, ¿verdad?

El hombre miró hacia el frente.

—¿Quién?

—La señorita de la pastelería —contestó el niño.

Su padre asintió.

—Sí, es bonita.

El comentario quedó flotando un momento en el aire, igual que el olor a anís, antes de disolverse en la rutina de la tarde.

Mientras tanto, en la mansión Montenegro, Rebeca, con su siempre exagerada actuación, caminaba de un lugar a otro. Se detuvo frente a Anselmo.

—¿Te parece bien lo que han hecho? Comprar una casita en un barrio común.

Anselmo, que ya empezaba a sacar un cigarro, respondió sin mirarla:

—No es una casita, y el barrio es tranquilo. Además, no vivirán ahí; ya sabes, pretenden radicarse en el pueblo.

Rebeca resopló y se dejó caer sobre el sillón.

—Mi hijo viviendo como un montañés… Ni en mis peores pesadillas imaginé algo así.

Anselmo la miró.

—Yo también me iré.

Ella sonrió y luego rió con ganas.

—¿A dónde te vas a ir tú?

—Me iré a vivir a la casa de la costa —dijo él.

Rebeca se levantó casi de un salto.

—Estás loco.

—Enloqueceré si me quedo a tu lado —respondió.

Las palabras quedaron colgando en el aire de la mansión, pesadas como una puerta a medio cerrar. Los días siguieron su curso, como siempre lo hacen, repartiendo horas, entre decisiones postergadas y silencios incómodos.

Otro día, en la pastelería, la campanilla de la puerta sonó de nuevo. Era el hombre con su hijo.

El niño miró la vitrina; sus ojos se iluminaron al ver un pastel de chocolate. Cuando lo probó, sonrió como un cachorro al que le acarician las orejas. Luego miró a Isabela, se acercó y le habló en secreto, usando su pequeña mano como biombo. Dijo, casi en un susurro:

—Mi mamá hacía una igual. Mi papá dice que se quedó dormida.

En ese instante, Isabela entendió que el sabor también podía ser una forma de recordar y que, a veces, un pedazo de pastel podía ser lo único que quedaba de un abrazo. El dolor tenía muchas formas de quedarse: en un sabor, en un silencio, en una verdad que se cuenta a medias para que duela menos.

Esa noche, mientras el olor de la vainilla se quedaba pegado a las paredes de la pastelería, al otro lado de la ciudad Adrián hacía todo lo posible por no pensar demasiado.
En la oficina, la lluvia comenzaba a dibujar caminos torcidos en los ventanales. Adrián revisaba por tercera vez el mismo contrato, sin avanzar realmente. La letra se amontonaba frente a sus ojos como si alguien hubiera decidido mezclar párrafos a propósito.
Se recostó en el respaldar y dejó que la mirada se le escapara hacia la calle. Los autos pasaban con las luces encendidas, breves destellos en una tarde demasiado larga. Golpeó el bolígrafo contra la mesa, un, dos, tres veces, hasta que el sonido le trajo otra cosa, otro tiempo.
Recordó un plato blanco, un tenedor pequeño y un trozo de pastel de vainilla. No la fiesta, no los invitados, no las fotos. Solo el pastel y la risa de alguien que ya no estaba.
Fue un segundo. Un chispazo. El recuerdo apareció y se fue, como esas gotas que resbalan rápido y desaparecen en el borde del vidrio.
Adrián carraspeó, enderezó los papeles y volvió al contrato. Subrayó una cláusula que no necesitaba subrayar. Era más fácil concentrarse en números y firmas que preguntarse por qué, de entre todos los recuerdos posibles, la lluvia le había devuelto precisamente el aroma del anís.

Más tarde, en el bar de siempre, Anselmo bebió una copa y se despidió temprano.
—Me iré a dormir —dijo.
Antes de irse, abrazó a su hijo. Adrián sintió que su padre apretaba un poco más de lo usual. Anselmo quiso decir algo, pero al final negó con la cabeza, sonrió y se alejó.




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