Cuando el Corazón Recuerda

Capítulo 32 Entre La Niebla

El invierno se pega a los vidrios como un suspiro eterno. Afuera, el cielo era una manta gris que lo cubría todo. Una llovizna fina cae sin prisa, tiñendo de brillo triste los autos estacionados y las baldosas agrietadas.

Adrián firmó algunos documentos y los dejó sobre el escritorio. Dando un respiro profundo, tomó su chaqueta y salió de la empresa. Prefirió caminar.

Empujó la puerta de la oficina sintiendo el golpe del frío en la cara. Ajusta el abrigo, se sube el cuello, respira hondo. La calle lo recibe con su coro de motores y pasos apurados. Él baja la mirada, como si buscara algo entre las sombras húmedas del pavimento, pero no sabe bien qué. Lleva en los ojos ese cansancio silencioso de quien ha pasado el día entero bajo luces artificiales, y ahora, frente a la noche temprana del invierno, se pregunta en qué momento empezó a sentirse tan lejos de sí mismo.

En otra parte de la ciudad, Rebeca alzaba las cejas y una sonrisa torcida se dibujaba en sus labios: estaba leyendo un documento. La abuela de Clara había muerto apenas unos meses antes y dejó a su nieta como única heredera de una fortuna en propiedades.

Rebeca volvió a leer el párrafo final, como si no quisiera perderse ninguna cifra. Sintió un cosquilleo satisfecho en el pecho. De pronto, Clara se convirtió en su nuera ideal. Qué coincidencia. Podía soportar su falta de clase, hasta su manera de vestir. Estaba dispuesta a fingir afecto, preocupación, incluso cariño desinteresado, si con eso mantenía el control de todo. Convenció a Adrián de que él y Clara se quedaran algunos días en la mansión, con la excusa de estrechar lazos.

En el parque, Clara caminaba junto a Adrián. Las hojas secas crujían bajo sus zapatos, y en la cabeza de ella aún resonaba la voz amable de Rebeca, demasiado amable. Sin mirarlo, le tomó la mano: sus dedos eran cálidos, ansiosos.

Él apenas sonrió. No apretó su mano; la dejó suspendida entre los dos.

—¿Me amas? —preguntó ella, en un hilo de voz, sin mirarlo del todo.

Adrián sintió cómo la pregunta se le atascaba en la garganta antes de llegar a su boca. Dudó, y ese segundo partió el aire en dos. Escuchó su propio silencio, enorme, delator.

Después sonrió y la abrazó con suavidad. —Sí…

Clara sonrió, queriendo creerle.

Al doblar una esquina, se cruzaron con otra pareja: Mateo y Florencia. Caminaban en sentido contrario. Se detuvieron. Por un momento, nadie habló. Solo el ruido distante de la ciudad rompía el silencio.

Mateo bajó la cabeza, apretó la mano de Florencia y apuró el paso. Pero Adrián lo detuvo sin pensarlo. —¡Espera! —exclamó—. Necesito que me digas qué pasó aquel día, cuando me golpeaste sin motivo. ¿Me conoces? —Su voz temblaba, más por duda que por enojo.

Mateo lo miró, respiró hondo y forzó una sonrisa. —Lo siento. Te confundí con otra persona. Fue un error.

Dio un paso, pero Adrián se interpuso en su camino.

—Creo que te conozco… No recuerdo bien, pero… ¿Te debo algo?

—No te conozco —lo interrumpió Mateo, serio, casi sombrío.

Florencia se quedó mirando a Adrián unos segundos. Tenía las palabras atrapadas en la garganta; notaba el temblor en la voz de él, la rigidez en los hombros de Mateo. Quiso decir algo, pero Mateo la tiró suavemente hacia adelante, arrancándola del momento.

—¿Estás bien? —preguntó Florencia. Mateo intentó sonreír. —Estoy bien… ¿y tú? Florencia se encogió de hombros. —Es injusto que no podamos decirle la verdad —dijo Mateo. —Es más injusto para Isabela —respondió Florencia.

Clara observó cómo se alejaban, sujetando la mano de Adrián. Notaba el temblor leve en sus dedos. Y Adrián se quedó mirando el punto donde la pareja había desaparecido, como si todavía pudiera alcanzarlos con la mirada y arrancarles la verdad.

Clara sintió la extraña sensación de que estaba en medio de una historia que había empezado antes de que ella llegara. Como si hubiera entrado a mitad de una obra de teatro, con los actores ya cansados y un público invisible esperando un desenlace que ella no conocía.

La tarde cayó sobre ellos como un telón cansado, y nadie aplaudió.

Esa noche, antes de cenar, Adrián hizo un gesto de dolor. Anselmo se preocupó. —¿Qué sucede?

Adrián dudó un segundo, pero no respondió. Siempre le habían dicho que no pensara demasiado. Cuando pensaba mucho, le dolía la cabeza. No era un dolor normal; era profundo, como si alguien golpeara desde adentro, tratando de salir. Anselmo insistió un momento con la mirada, hasta que Adrián habló al fin:

—A veces siento que mi memoria es una casa en la que apagaron las luces y cerraron con llave ciertas habitaciones. Camino por los pasillos a oscuras, con las manos extendidas, tocando puertas cerradas. Sé que hay algo detrás, lo sé, lo siento… Pero cada vez que intento forzar una, el aire se vuelve pesado, me falta el oxígeno, el corazón se acelera. Entonces retrocedo.

—¿Se lo has comentado al psicólogo? —preguntó Anselmo, con cautela.

Adrián sonrió con pesar. Había dejado de ir hacía tiempo. Luego miró a su padre. —Me parece insólito que no sepas nada de mis amistades. Es como si nunca hubiera salido de una burbuja. Me es difícil de entender.




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