Cuando el Corazón Recuerda

Capítulo 33 La Esquina de Abril

Isabela subió los últimos escalones casi sin sentirlos. La neblina había dejado un brillo húmedo en la baranda y sus dedos estaban fríos, pero no le importaba. Tenía la mente en otra parte.

Había sentido una mirada en la calle. No sabía de dónde venía, pero la había seguido un instante, como si alguien hubiera intentado llamarla sin voz.

Empujó la puerta. El interior de la casa la recibió con un silencio conocido, apenas roto por el crujido de la madera. Dejó el abrigo sobre una silla. Caminó en puntillas: no quería despertar a Mateo y Florencia. Los vio dormidos, con las frentes sudadas. Isabela cerró la puerta despacio y sonrió, con una ternura que también dolía.

Se quedó un momento en medio de la sala, como si necesitara un motivo para seguir.

Se dejó caer en una silla y apoyó los codos sobre la mesa. Desde que él había regresado de la muerte, viviendo otra verdad, otra realidad, Isabela había intentado borrar muchas cosas a la fuerza de su mente, como mecanismo de defensa. Había canciones que se había prohibido cantar, lugares que se había prohibido mirar, palabras que se había prohibido pensar. Había habitaciones dentro de sí que también había aprendido a cerrar.

Cerró los ojos y el sueño acudió. Como un reflejo en un vidrio empañado, vio unas manos entrelazadas con las suyas. Una voz riendo despacio. Una promesa. Un horizonte de mar. Abrió los ojos de golpe, como si se hubiera asustado de su propia nostalgia, como si hubiera abierto por error una de esas puertas que había jurado no tocar.

Se llevó una mano al pecho: el corazón le latía más rápido.

—Basta —se dijo en voz baja, evitando nombrarlo ni siquiera en su mente.

La mañana avanzaba despacio, perfumada de vainilla y pan recién hecho. El timbre de la puerta sonaba con insistencia y, con cada sonido, entraba un fragmento del mundo: un hombre apurado que no sonreía nunca, la joven que siempre pedía lo mismo, el anciano que contaba historias de un pasado que olía a café con leche.

Isabela atendía sin prisa, sirviendo rebanadas y sonrisas a medias. Pensaba en que cada pastel tuviera su equilibrio exacto, su ternura precisa. A veces bastaba eso: una textura suave, un aroma familiar, un sabor que hiciera menos áspero el día.

Cuando el último cliente salió con una sonrisa nueva en el rostro, Florencia se apoyó en el mostrador y la observó con una mezcla de cariño y sorpresa.

—No sé cómo lo haces —dijo—. Entra gente cansada y sale con luz en los ojos.

Isabela se encogió de hombros mientras limpiaba el mármol espolvoreado de harina.

—Solo hago pasteles.

Florencia sonrió.

—No, Isabela. Tú haces los días un poco más dulces.

Isabela sonrió también, apenas.

Un martes cualquiera, entró una niña con su madre. La pequeña miraba los pasteles como quien mira estrellas.

—Elige uno —dijo la madre—. Pero solo uno.

La niña señaló un pastelito de frambuesa, tan pequeño que parecía un secreto. Cuando lo probó, sonrió. Una sonrisa entera, limpia, que pareció detener el aire un segundo.

Isabela se quedó quieta, observando. No era solo amasar o decorar, pensó. Había algo en esos instantes breves que se sentían verdaderos.

Florencia, que la había estado mirando desde el fondo, dijo:

—¿Ves? Eso es lo que haces. No vendes postres. Regalas pausas.

Isabela bajó la mirada, con un gesto tímido. No sabía si era un don, pero le bastaba saber que, mientras el horno siguiera encendido, siempre habría un motivo para seguir.

El reloj del mostrador dio las siete.

A esa hora en que la ciudad empezaba a desdibujarse detrás de los vidrios empañados, Isabela se quedó mirando el reloj un instante más de lo necesario. Las siete eran una frontera: de ahí en adelante ya no había clientes apurados ni pedidos pendientes, solo el eco de sus propios pensamientos.

Era un silencio distinto al que solía quedarse con ella al final del día: este tenía la forma de algo que todavía no ocurría, pero que se acercaba despacio, como la lluvia cuando oscurece temprano.

Esa noche, Mateo y Florencia salieron a pasear y luego al cine. Isabela no quiso acompañarlos; consideraba que una pareja necesitaba tiempo a solas.

La noche trajo una calma que no era del todo cómoda. Isabela se preparó un té que olvidó beber. La tetera quedó en la mesa, dejando una aureola húmeda sobre el mantel estampado de limones.

Se sentó junto a la ventana. Desde ahí podía ver la calle casi vacía, el farol de la esquina insistiendo en encender y apagarse, terco, como si no supiera bien qué se esperaba de él.

Sobre la mesa, el barco de juguete.

Lo había llevado consigo casi sin pensarlo, como si temiera que decidiera zarpar solo durante la noche.

Lo tomó entre los dedos. Era pequeño, de plástico azul, con una pegatina medio despegada en un costado. Las letras borrosas aún dejaban adivinar un nombre: “Capitán algo”. Sonrió.

“Llevas tres años viviendo en este lugar como si fuera una isla”, le había dicho Florencia.




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