Cuando el Corazón Recuerda

CAPÍTULO 34 Entre Destinos

El invierno amanece fresco y luminoso, con un sol pálido que acaricia las manos frías y hace brillar el vaho del café.
El aire corta un poco la piel, pero huele a vainilla y a calma, como si el mundo se hubiera puesto una manta gruesa para descansar.

Isabela se acomodó el abrigo antes de salir, con esa mezcla de apuro y cuidado que había aprendido en los últimos meses. Se miró un segundo en el espejo de la entrada: las ojeras, el gesto cansado, la sombra de una duda que no terminaba de irse. Aun así, tomó el abrigo y salió. No era un día especial, se repetía. Sólo otra mañana más. Del otro lado de la puerta, la esperaban un ramo de flores, un niño en silencio... una herida que todavía no sabía cómo nombrar y una promesa capaz de cambiarlo todo.

Isabela sonrió al salir. Afuera, Andrés la esperaba con un ramo de flores.

Desde la ventana, Florencia y Mateo espiaban la escena, pegados al vidrio.

Lucas estaba en la parte de atrás del auto. Cuando Isabela subió, él no dijo nada. Ella se extrañó. El niño siempre era el más entusiasta.

—¿Sucede algo, cariño? —preguntó ella.

El niño suspiró.

—Esas flores... son las favoritas de mamá —dijo al fin—. Yo las elegí para ella.

Andrés lo miró por el retrovisor.

Isabela sonrió con suavidad.

—Cuando quieras, vamos juntos a dárselas a tu mamá.

Lucas levantó la vista.

—¿En serio?

—Es una promesa —respondió Isabela.

El resto de la tarde, Lucas volvió a ser el niño alegre de siempre.

—Lo siento —dijo Andrés en un momento, casi en susurro.

—Lo entiendo —contestó ella—. No es fácil soltar... menos para un niño.

—Entonces, ¿cuál es el panorama? —preguntó Andrés, intentando cambiar el tema.

Isabela miró a Lucas. Lucas la miró a ella.

—¡Al parque de entretenciones! —gritaron los dos.

Al rato, los tres reían al ver a Andrés casi morado después de subir a la montaña rusa. Más tarde, Lucas disfrutó del carrusel, dando vueltas y saludando cada vez que pasaba frente a ellos, mientras Andrés tomaba la mano de Isabela.

Ella sonrió. Se sentía bien... pero la felicidad todavía no alcanzaba a su corazón.

En otro extremo de la ciudad, Clara caminaba apresurada, la bufanda enrollada al cuello. Los ruidos de la ciudad le resultaban extraños después de la tranquilidad del bosque, y cada paso era un recordatorio de que el mundo seguía girando, aunque ella lo sintiera lejos.

Ricardo, que caminaba por esa misma calle, agitó la mano. Ella sonrió y, al poco rato, estaban sentados en una banca de la plazuela.

—¿Cómo van los preparativos de la boda? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Bien —respondió.

Ricardo pestañeó.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está ese entusiasmo? Te casarás con el hombre que amas.

Clara suspiró.
—Mi entusiasmo… creo que se quedó con doña Rebeca.

Ricardo la miró y soltó una carcajada. Ella se contagió y también rió. Después de eso hablaron con más soltura; a ratos él la miraba y le parecía la criatura más noble que había conocido.

—Algún día me iré a vivir a la casa del bosque —dijo él.

Clara se sorprendió.
—¿Tú?

Él fingió indignación y ella sonrió.

—Para que te enteres, señorita Clara, yo viví muchos años entre las montañas. La cabaña era mi hogar. Era como una cabra loca… —carraspeó—, quiero decir, un carnero. Macho cabrío.

La risa de Clara le pareció más cristalina que el agua de una fuente.

Luego de hablar, mitad en serio y mitad en broma, y de descubrir que tenían muchas cosas en común, cayó una pausa. Ella fue quien la rompió.

—¿Sabes? —dijo, bajando la voz—. Tengo miedo de no ser la persona indicada para Adrián.

Ricardo miró un punto inexistente frente a ellos.
—Debes preguntarte si él es el indicado para ti.

Ella sonrió.
—Tengo suerte de que un hombre como él esté conmigo. Mírame…

—Te miro. Siempre te miro —contestó Ricardo, esta vez mirándola a los ojos.

Clara sintió que las mejillas le ardían, una sensación que no había experimentado antes.
Se puso de pie y dijo que iría a preparar algo delicioso para Adrián. Ni ella misma entendía por qué, al pronunciar su nombre, pensó primero en los ojos de Ricardo.

Ricardo se ofreció a acompañarla, pero ella se negó. Caminó de prisa, escapando de esa extraña sensación que había nacido en su corazón.

Él se quedó mirándola. Juraría que ella también había sentido algo, por mínimo que fuera. Respiró hondo.
—Soy un idiota —murmuró.

En la mansión Montenegro, Anselmo, al fin resuelto a tomar otro rumbo, se preparó para partir.

Adrián lo abrazó con fuerza, como si pudiera retenerlo así un poco más.
—Cuídate, papá. Llámame cuando llegues.




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