"El problema de hacer tratos con la magia es que siempre tiene letra pequeña."
LINDA
“¿La muerte ronda a tu familia?”, repito en voz baja, burlona, mientras guardo mi agenda, mi termo, y ese chocolate que siempre escondo en el cajón. Qué locura. Todo lo que dijo esa bruja… una charlatana, claramente. Y sin embargo, ahí estoy, temblando por dentro cada vez que recuerdo sus palabras. ¿Y si no era una farsante? ¿Y si…?
Un trueno me interrumpe los pensamientos con tanta fuerza que casi dejo caer la cartera. “Genial”, murmuro, mientras me acerco a la ventana. Está lloviendo, de esas lluvias que parecen el fin del mundo, con relámpagos incluidos. Perfecto para una profecía apocalíptica.
En eso, la puerta se abre y aparece Pablo, empapado y con el cabello pegado a la frente. Me sonríe como si acabara de volver de la guerra.
—Linda, mi amor —dice, mientras se sacude el agua—. No voy a poder irme contigo ahora.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunto con el corazón aún acelerado por el trueno.
—Igor... mi jefe Igor. Dice que va a conseguir que me regresen el trabajo. Tengo que quedarme un rato más.
—Pero... —empiezo, porque lo último que quiero es volver a casa sola después de lo de la bruja.
—Amor —dice, acercándose a abrazarme—. Estaré bien. Anda, ve con Tomás. Prepara todo para la cena. Yo llegaré pronto.
Lo miro, intento leer entre líneas, como si tuviera una lupa emocional. No veo nada extraño, solo el mismo Pablo de siempre, cálido, tierno y optimista.
—Está bien —le digo, abrazándolo fuerte—. Cuídate, ¿sí? Te amo.
—Y yo a ti —responde, dándome un beso en la frente.
Pido un Uber y salgo con la sombrilla en mano, que de poco sirve porque el viento se ha puesto conspirador. Cuando llego a casa, Tomás está en el sofá, absorto con su teléfono, probablemente viendo videos de gatos que hacen parkour o algo por el estilo.
—¡Hola, campeón! —le digo, colgando mi abrigo mojado—. Ayúdame a poner la mesa, ¿quieres?
—¿Papá ya viene? —pregunta sin quitar la vista del celular.
—Sí, pero va a tardar un poquito. Está resolviendo un asunto en la oficina. Vamos a cenar en casa, ¿te parece?
Tomás asiente sin entusiasmo, y yo empiezo a preparar la mesa. Pongo velas, no por romance sino porque el apagón parece inminente con tanta tormenta. Miro por la ventana cada tanto, esperando ver las luces del coche de Pablo.
Le envío un mensaje: “Ya está todo listo aquí ❤️”. No hay respuesta.
El timbre suena. Es el repartidor. Empapado de pies a cabeza, el pobre parece haber nadado hasta aquí. Le agradezco con una sonrisa culpable y dejo una buena propina, que creo que se ganó con cada gota de agua.
—Vamos a esperar a papá, ¿sí? —le digo a Tomás, mientras abro las cajas con comida china.
—Está bien... —responde, con un tono más serio de lo habitual.
Son casi las ocho. Y nada. Ni un mensaje. Ni un "estoy en camino". Mi pecho empieza a apretarse.
De pronto, suena mi teléfono. Número desconocido. Contesto de inmediato, con un presentimiento que ya me cala los huesos.
—¿Sí?
—¿La señora Linda Menéndez? —dice una voz que jamás olvidaré.
—Sí, soy yo.
—Lamentamos informarle que su esposo, Pablo Menéndez, ha sufrido un accidente automovilístico. Fue llevado al hospital, pero... no sobrevivió.
El mundo deja de girar. No hay ruido, ni truenos, ni respiración. Solo vacío.
—Debe haber algún error —digo, pero ya estoy llorando, ya mi cuerpo sabe lo que mi mente no quiere aceptar.
Tomo aire, mucho, como si eso fuera a devolverme la vida que acaban de arrancarme. Tomás. No puede saber esto ahora.
—Tomi —le digo con una sonrisa falsa—. Papá tuvo un pequeño problema con el auto, pero está bien. Tengo que ir a ayudarlo. ¿Puedes quedarte aquí? Solo será un momento, ¿sí?
—¿Quieres que llame a Marta? —pregunta, dejando el celular a un lado.
—No, no. Quédate tranquilo. No abras la puerta a nadie y si necesitas algo, me llamas. ¿si?
Él asiente, sin sospechar nada. Le doy un beso en la frente y salgo corriendo como si las llamas me persiguieran. Pido un Uber con las manos temblando.
—Al hospital... lo más rápido que pueda, por favor —le digo al conductor en cuanto subo.
Y entonces lloro. Lloro como no había llorado en años. Lloro como si mis lágrimas pudieran traerlo de vuelta. Porque esto no puede ser real.
Porque, maldita sea, la bruja tenía razón.
Y eso solo lo hace todo aún más aterrador.
(...)
Empujé las puertas del hospital y sentí el aire frío de los pasillos chocando contra mi ropa mojada. Gente corría, otros gritaban, una mujer gritaba algo de "traigan el suero", y yo solo repetía como un mantra: "Pablo está bien, Pablo está bien, Pablo está bien".
Me acerqué al primer uniforme azul que vi. Era un policía con cara de haber visto demasiadas tragedias en un solo turno. —Disculpe... mi esposo, Pablo... Me llamaron. Me dijeron que tuvo un accidente—.
El policía me miró como si estuviera viendo un capítulo repetido de una serie que odia. Asintió con un gesto que me hizo tragar saliva.
—Sígame, por favor.
Él caminaba como si tuviera todo el tiempo del mundo y yo tropezaba con cada paso, como si cada baldosa pesara una tonelada. Hasta que me di cuenta de hacia dónde iba. Y me congelé.
—¿La... morgue?— pregunté, y mi voz salió como un suspiro herido.
Él no respondió. Solo empujó la puerta.
El cuarto estaba helado. Olía a frío, a desinfectante, y a algo más que no podía describir, pero que sabía que se me quedaría impregnado en la piel por siempre. La camilla estaba cubierta con una sábana blanca. Blanca. Siempre blanca, como si la muerte tuviera que ser pulcra.
—¿Está segura de que quiere verlo?— preguntó el forense, y yo asentí aunque todo mi cuerpo gritaba que no.
La sábana bajó. Y ahí estaba Pablo. Mi Pablo. Con un golpe en la cabeza, la frente morada, los labios azules. No se movía. No bromeaba. No hacía ese ruido raro con la garganta que hacía cuando dormía boca arriba. Estaba...