—Lo siento… ¿Me estás confundiendo con alguien?—dijo con voz ronca.
Lo miré fijamente, confundida.
—¿Cómo que te estoy confundiendo? Eres Pablo. Mi esposo. Estabas muerto… y ahora estás aquí. Vivo. En mi sofá. Sangrando, pero vivo.
Él frunció el ceño y negó con la cabeza.
—No soy Pablo. No sé quién eres. No sé cómo llegué aquí. Lo último que recuerdo es… oscuridad. Y luego despertar aquí.
Lo observé bien. Tenía los mismos ojos, la misma boca, hasta la misma cicatriz en la ceja que Pablo se hizo cuando intentó hacer parkour con una caja de cerveza vacía. Pero había algo distinto. Una expresión. Una mirada… vacía. Como si su alma se hubiera ido y regresado a medias, o peor: no fuera él.
—Esto no tiene sentido,—murmuré, sentándome en el borde del sofá. —Yo te vi muerto. En la morgue. Tenías un golpe en la cabeza. Estabas… frío. Pablo, soy yo… Linda. ¿No me reconoces?
—¿Linda? —murmuró—. Claro. La recepcionista.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Perdón?
—Eres la recepcionista de mi edificio. Lo recuerdo. Titan Tech Investments. Claro que sí. ¡Todo esto es culpa tuya! y de ese conserje.
—¿Qué estás diciendo…?
—¡Tú me secuestraste! —rugió, y me puse de pie de golpe—. Seguro fue por venganza. Porque despedí al idiota del conserje que no servía ni para abrir una puerta.
—¡Basta! —grité, retrocediendo un paso—. ¡No tengo idea de qué estás hablando! ¡Tú eres Pablo! ¡Mi esposo! ¡Estás en MI casa, en MI sofá!
—No soy tu maldito esposo. ¡Yo soy Aaron Lancaster! ¡Y voy a llamar a la policía! ¡Te voy a denunciar por secuestro, por locura, por lo que sea! ¡Y te juro que vas a pagar por esto!
Caminó tambaleándose hacia la puerta, y yo me quedé helada.
Pero entonces se detuvo.
Había un espejo en la entrada.
Y su reflejo lo cortó en seco.
Se tocó la cara con las dos manos. Despacio. Como si no creyera lo que veía. Su mandíbula se tensó. Sus ojos se llenaron de una furia imposible.
—¿Qué…? —susurró—. Esta… no es… mi cara.
Yo me quedé en silencio.
—No… —volvió a murmurar—. No es mi cuerpo. Esto… ¡esto no soy yo!
Su grito fue tan profundo, tan lleno de desesperación
—La bruja… —susurré sin pensar. Y de inmediato me tapé la boca.
Pero fue demasiado tarde.
—¿Qué dijiste?
—Nada.
—¡Repítelo!
—No… yo… fue un error.
Me tomó por los hombros con fuerza. No con violencia, pero sí con poder. Sus dedos se aferraron como si pudiera arrancarme la verdad de los huesos.
—¿Qué hiciste?
—No lo sé —respondí, apenas un hilo de voz—. Anoche… mi esposo murió. Yo… estaba desesperada. Una mujer… una bruja… me dijo que podía traerlo de vuelta.
Me miró. Su rostro, el de Pablo, pero con una expresión completamente ajena, se torció en furia.
—Usaste mi alma. —Su voz era apenas un susurro. Pero peligroso.
—Claro que no… —dije, las lágrimas empezando a correr de nuevo—. Yo sólo quería salvarlo. No sabía que esto pasaría.
—¡Maldita sea! —rugió, apartándose—. ¡Tenía una vida! ¡Una empresa! ¡Planes! ¡Y ahora estoy atrapado en el cadáver de un tipo que no soy yo!
—¡No es un cadáver! —grité, ahora sí perdiendo el control—. ¡Él era mi esposo! ¡Y lo amaba! ¡Y tú… tú no tienes derecho a hablar así de él! Además tú también moriste, bueno tu cuerpo
Él se giró, su pecho agitado, la rabia vibrando en sus palabras.
—Tú me robaste la vida. Y vas a devolvérmela.
—¡No sé cómo hacerlo!
—¡Entonces aprende!
Corrí al estante, agarré mi celular con manos temblorosas, y busqué la noticia.
"Aaron Lancaster, CEO de Lancaster Enterprises, fallece en accidente automovilístico la misma noche del incendio en calle 47…"
Le mostré la pantalla.
Sus ojos recorrieron las palabras. Su rostro… cambió.
—No… —murmuró—. Yo no morí. No pude haber muerto.
—Pero lo hiciste. Y ahora estás aquí. En él. En el cuerpo de mi esposo Pablo.
Aaron, con el rostro de Pablo, seguía tocándose la cara como si pudiera arrancársela y recuperar la suya.
Entonces escuché la cerradura girar.
—¿Mamá?
Mi corazón se detuvo.
—¿Tomás…? —susurré, girándome con el alma encogida.
Mi hijo entró con la mochila colgada de un solo hombro, el cabello alborotado por la lluvia. Y al vernos… se congeló.
—¿Papá?
No. No. Por favor, no.
Antes de que pudiera detenerlo, Tomás dejó caer su mochila y corrió hacia él con una sonrisa desbordada, los ojos brillando de emoción y alivio.
—¡Papá! ¡Estás bien! ¡Yo sabía que ibas a volver!
Y lo abrazó.
Fuerte. Como si su pequeño cuerpo pudiera proteger al suyo del mundo entero.
Yo… no me moví. No sabía cómo.
Aaron se quedó inmóvil por un segundo. Su rostro, el de Pablo, se tensó, y frunció el ceño con asco. Con una expresión que no tenía nada que ver con el hombre que crió a Tomás.
—¿Qué diablos haces? —espetó, apartándolo de un empujón sutil pero firme—. No me toques.
El niño dio un paso atrás, confundido.
—Papá… tu cara está rara… ¿te caíste? ¿Por qué hablas así?
—No soy tu maldito padre —murmuró Aaron, pero yo no lo dejé continuar.
—¡Basta! —grité, interponiéndome—. Tomás, cariño, escúchame. Tu papá se golpeó la cabeza, por eso está… confundido. Voy a llevarlo al hospital para que lo revisen, ¿sí? Tú quédate aquí, y no abras la puerta a nadie. Te llamo cuando esté todo bien, ¿de acuerdo?
Tomás asintió, aunque sus ojos seguían clavados en “su padre”. El alma se me partía en dos. Lo abracé con fuerza antes de tomar a Aaron del brazo y sacarlo a la calle.
—No vuelvas a hablarle así a mi hijo —le espeté entre dientes, furiosa.
Aaron me miró con desprecio.
—Ese niño no es mi problema. Pero tú sí lo eres.
—¡Es un niño! ¡Tiene doce años! ¡Y tú estás en el cuerpo de su padre!
—¡No me importa! —rugió, bajando la voz al notar que alguien pasaba por la acera—. Quiero mi cuerpo. Y si tú no me lo devuelves… tú y ese mocoso van a pagar las consecuencias. No tienes idea de lo que puedo hacer.