Cuando El Destino Se Equivoca

CAPÍTULO 10

LINDA

El olor del café llenaba la cocina mientras removía los huevos en la sartén. Tenía el teléfono sujeto entre el hombro y la mejilla, intentando no dejar que se me quemaran.

—¿Hoy es tu partido? —pregunté, aunque ya lo sabía. La emoción de Tomás siempre me contagiaba.

—¡Sí, mamá! Me toca ser titular. Quiero que papá venga —dijo con esa mezcla de ilusión y ternura que solo él sabe usar conmigo.

Me mordí el labio. ¿Cómo decirle que…? Bueno, que no es tan simple.

—Amor, ya sabes que eso va a estar difícil. Pero yo sí voy a ir, ¿sí? No me lo pierdo por nada.

Escuché su suspiro, bajito. Me dolió un poco.

—Te quiero, campeón —le dije, y colgué. Pablo nunca se perdía un partido de Tomás, pero ahora como decir a mi hijo que en realidad su padre estaba muerto y el hombre en la casa era un desconocido.

Suspiré profundo. No me gusta mentirle a mi hijo, pero tampoco puedo explicarle todo esto… todo este enredo extraño. Sacudí la cabeza, tratando de sacarme los pensamientos, y me apuré a terminar de servir el desayuno. El reloj me gritaba que ya iba tarde.

Estaba poniéndole mantequilla a las tostadas cuando escuché pasos bajando por la escalera. Miré de reojo y casi se me cae el pan de la risa. Aarón —o Pablo, o lo que sea que es ahora— bajaba con un traje formal, camisa planchada y una corbata que claramente no sabía usar.

—¿Y tú a dónde vas así vestido? ¿A dirigir la empresa? —solté, sin poder contener la risa.

—Voy a trabajar —dijo, tan serio, que me causó aún más gracia.

—Tú eres el conserje, no el ejecutivo —le recordé, meneando la cabeza.

Pero él, impasible, se sentó a la mesa como si fuera dueño del mundo.

—¿Qué es lo que haces?

—Tu desayuno —respondí mientras dejaba el plato frente a él—. No soy una chef profesional, pero cada comida que preparo la hago con amor. Pablo siempre decía que mis desayunos eran sagrados. Tomás también los ama.

Aarón probó un bocado, masticó con atención, y luego arrugó un poco la nariz.

—Está rico… pero está grasoso. Vamos a tener que ir al gimnasio los dos.

Lo miré como si acabara de decir que quería viajar a Marte.

—¿Gimnasio? ¿Con qué dinero? Apenas me alcanza para el bus.

—Voy a encontrar la forma —me dijo como si tuviera un plan maestro bajo la manga.

—¿Y vas a trabajar de conserje en tu propia empresa?

Me arrepentí apenas lo dije. A veces olvido que para él esto no es un juego.

—Es la única manera de encontrar a quien me mató —dijo con una frialdad que me estremeció.

Me quedé callada un instante. Quería preguntarle si recordaba algo más, si sabía algo. Pero no era el momento.

Terminé de comer a las prisas y recogí la mesa.

—¡Ay, voy tarde! Tengo que tomar el bus —dije, apurada, con el bolso colgado y la chaqueta en mano.

—Espérame, voy a cambiarme —gritó él desde la escalera.

Salí a la calle y me abotoné la chaqueta. El aire de la mañana estaba fresco, agradable. A los pocos minutos, Aarón volvió a aparecer, pero esta vez… bueno, se veía diferente. Llevaba jeans oscuros, camisa azul y una chaqueta. Todo perfectamente combinado. Peinado con gel. Bien arreglado.

Me lo quedé mirando un segundo de más.

Era Pablo. El Pablo del que me enamoré. Solo… más vivo. Lo recordé cuando recien nos conocimos.

—Te ves… bien —admití, bajando la mirada.

—Gracias —dijo, como si supiera el efecto que tenía en mí.

Empezamos a caminar hacia la parada y, de repente, sentí su mano buscando la mía. Me la tomó sin preguntar.

Lo miré, frunciendo el ceño.

—¿Qué haces?

—Tengo miedo de que me secuestren —respondió con una sonrisa ladina.

No solté su mano. No sé por qué. Solo… no pude. Tal vez porque llevaba años que Pablo y yo no caminamos de la mano, ambos estábamos enfrascados en nuestros trabajos, que esos pequeños detalles se quedaron en el olvido.

Subimos al bus justo cuando ya se iba llenando. Encontramos dos asientos y nos sentamos. Aarón miraba a su alrededor con una cara de fastidio que me hizo reír por dentro.

—¿Por qué no tienes auto? —preguntó, frunciendo el ceño como si todo esto le pareciera un castigo.

—¿Recuerdas que Pablo murió en un accidente? El auto quedó destrozado. Y no tengo dinero para otro.

Una mujer embarazada subió al bus y se quedó parada frente a nosotros. Le di un codazo a Aarón.

—Párate.

—¿Por qué? Yo me senté primero.

—¡Levántate! —insistí entre dientes.

Con cara de mártir, se levantó. La mujer se sentó con una sonrisa amable. No pasaron ni dos paradas cuando subió un anciano encorvado.

—Señor, siéntese aquí —le ofrecí mi lugar. Él me sonrió con los pocos dientes que tenía.

Ahora íbamos de pie, los dos. Al principio, había espacio entre nosotros, pero a medida que subían más y más personas, esa distancia fue desapareciendo. Primero fueron los brazos, luego las caderas. En una curva más fuerte, nuestros cuerpos se pegaron completamente.

Yo miraba por la ventana, fingiendo que no lo sentía. Que no recordaba.

Pero sí lo sentía.

Y cuando su mano volvió a buscar la mía, esta vez con más suavidad, como quien pide permiso…
No la solté. Solo quería recuperar a mi Pablo, a mi esposo y esto era lo más cercano.

(...)

AARON

Bajamos del bus y apenas mis pies tocaron el suelo, sentí que necesitaba un baño urgente. Tenía la desagradable sensación de que había bacterias invadiéndome por cada poro. ¿Cómo puede la gente viajar así todos los días? ¿Tantos cuerpos, tantos olores, tanto contacto? Me sacudí el pantalón como si pudiera quitarme la incomodidad a manotazos.

—¡Por favor, compórtate! —me dijo Linda en voz baja —. Para todo el mundo tú eres Pablo, el humilde conserje. Nada de rarezas, ni excentricidades.

Iba a replicarle, pero ella siguió hablando sin darme espacio:

—A la hora de la salida, vas a acompañarme a ver el partido de Tomás. Pablo siempre lo hacía. Así que tú también vas a hacerlo.




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