Cuando El Destino Se Equivoca

CAPÍTULO 11

AARON

Escucharlo decir que también podría morir me cambió por dentro. Leonardo no era solo un amigo, era casi un hermano, y ahora estaba en la mira como yo lo estuve. Tenía que hacer algo. Tenía que descubrir quién estaba detrás de todo esto y salvarlo… a él y a mí.
Salí de la oficina con el corazón acelerado, con las ideas revueltas, pero con un propósito claro: encontrar a mi asesino.

Iba decidido, cruzando el pasillo como si todavía fuera el CEO, cuando una voz nasal y empalagosa me detuvo de golpe.

—¡Pablo! —Era Igor, como salido de la nada, otra vez con esa sonrisa de quien disfruta las desgracias ajenas—. Antes de irte, necesito que limpies los baños del segundo piso. Están... bastante mal.

Tragué saliva.

—¿No puede… otra persona…? —pregunté con voz débil, casi suplicante.

—No —respondió como si disfrutara decirlo.

Y ahí me vi, minutos después, parado frente a un baño que parecía escenario de una película de terror. No voy a entrar en detalles, pero si el infierno tiene servicios sanitarios, se parecen a eso.

No lo soporté.

Cerré la puerta y subí a la planta más alta, a un lugar que solo yo conocía: una vieja bodega que había convertido años atrás en un rincón secreto para escapar del estrés. Allí me lancé en un colchón polvoriento pero misteriosamente más cómodo que la cama de Linda. Cerré los ojos. Dormí. O escapé. No sé.

Cuando desperté, el sol ya se estaba despidiendo. Miré el reloj: hora de salida.

Me levanté de golpe. Quería ir a la policía, preguntar sobre mi caso, saber en qué punto estaban. Quizás había cámaras, testigos, pistas. Corrí escaleras abajo con esa urgencia de quien quiere recuperar su vida...

Pero me encontré con Linda en la puerta.

—Vamos. El partido de Tomás ya va a empezar —dijo, como si fuera una obligación legal.

—Tengo algo que hacer —protesté, intentando esquivarla.

—No me importa. Vas a acompañarme. No estás para elegir.

Y ahí estaba yo, en un taxi, atrapado con una mujer que no conocía pero que creía conocerme mejor que nadie. En silencio miré por la ventana, hasta que el campo de fútbol apareció ante nosotros.

El aire olía a césped recién cortado, y por un momento sentí una punzada en el pecho. Jugar fútbol fue una de las pocas cosas que me hacían sentir libre. Aunque mi padre nunca fue a verme jugar. Nunca. Ni una sola vez. Supongo que por eso me dolió tanto ver a Tomás correr hacia mí.

—¡Papá! —gritó, abrazándome con fuerza—. ¡Qué bueno que viniste! Me pone feliz que estés aquí.

No supe qué hacer. No era mi hijo. No era su padre. Pero por alguna razón, sentí que no podía fallarle.

Nos sentamos en las gradas, Linda a mi lado. A los pocos minutos, una mujer rubia, elegante y con exceso de perfume apareció. Llevaba lentes oscuros aunque ya no hacía sol.

—¡Linda! —dijo sonriendo con un tono falso—. ¡Y Pablo! Qué milagro, no te veía desde hace mucho tiempo.

La mujer se sentó junto a nosotros. Su bolso costaba más que la renta de medio barrio. Enseguida comenzó a hablar de viajes, de spas, de cenas con su esposo. Decía todo en voz alta, para que el resto escuchara. Linda asentía, con esa sonrisa contenida de quien se esfuerza por no responder.

—Qué bueno que tu esposo se ha recuperado, Linda. Yo no sé qué haría si mi esposo quedara tan… mal —dijo mirando de reojo.

Fue demasiado.

Me levanté.

—Voy al baño —dije con frialdad.

—Ten cuidado —me dijo Linda, como si supiera que estaba por explotar.

Caminé por los pasillos de la escuela buscando una salida. Necesitaba aire. Libertad. Volver a ser yo.

Pero no llegué lejos.

De pronto alguien me empujó hacia un pasillo vacío. Me tambaleé, pero antes de poder decir nada, unos labios me atraparon.

Me quedé inmóvil. Era la mujer rubia.

—¿Qué te pasa? —dijo después del beso, frunciendo el ceño—. ¿El accidente te dejó mal o qué?

Intenté hablar. No pude.

—Perdón, no debí llamarte esa noche… estuve a punto de ir a tu casa. ¡A esa casa horrorosa! Solo para saber si estabas bien. ¿Ves lo que haces conmigo?

Yo solo la miraba, con la mente dando vueltas.

—Perdona, estoy un poco confundido, desde el accidente…

—Soy Roxana. —respondió—Tu amante, mi amor. Por más de un año. ¿No lo recuerdas? Aunque nadie lo sabe, claro. Ni mi esposo ni la bruja de Linda.

—Ya, ya lo recuerdo y ¿Tu esposo es…?

—El comandante Sandoval. Estación de policía. Gracias por mantener mi vida interesante, cariño. Contigo todo es más… divertido, porque el aburrido de mi esposo ni siquiera me presta atención.

Me alejé un paso. Pablo no era el hombre que Linda creía.

—Tengo que irme…

Ella me tomó de nuevo por los hombros y me besó.

—Espero me visites muy pronto, te estaré esperando.

—Sí, sí, seguro.

Me alejé lo más rápido posible de aquella mujer que aunque vitoreaba de ser una mujer elegante, usaba uno de los perfumes más corrientes.

(...)

—Después Diego me la lanzo justo a los pies, le pegué con todas mis fueras y ¡gooooooo!

Tomás no paraba de hablar sobre el partido, cómo metió el gol, cómo casi le dan una tarjeta por celebrar quitándose la camiseta. Linda lo miraba con ese orgullo sincero de madre que no necesita grandes gestos para demostrar amor.

—¡Fue el mejor partido! —dijo Tomás, levantando los brazos como si sostuviera un trofeo invisible—. Y ustedes estaban ahí. ¡Eso fue lo mejor!

Sonreí. No por ternura, sino porque el niño realmente creía que yo era su papá.

Terminamos de cenar, y Tomás nos abrazó a los dos antes de subir corriendo las escaleras.

—¡Báñate antes de dormir, Tomás! —gritó Linda desde la cocina.

Y entonces estábamos solos. Ella recogía los platos con esa eficiencia de quien ya lo ha hecho mil veces.

—¿Linda? ¿Puedo preguntarte algo?

—¿Qué? —respondió sin mirarme, como si supiera que no le iba a gustar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.