LINDA
El día apenas había comenzado y ya me sentía agotada.
Me encontraba en recepción, frente al escritorio, revisando los horarios del día y saludando a los empleados que pasaban. Algunos me devolvían la sonrisa. Otros, ni siquiera se molestaban. Pero todo era mejor que lo que vendría después.
Una hora más tarde, apareció él.
Con esa forma de caminar arrogante. Esa mirada como si el mundo le debiera algo.
—¿Por qué no me despertaste? —me reclamó apenas llegó—. ¿Por qué no me esperaste para venir juntos?
No lo miré.
—¿Estás molesta? —insistió. Como si no lo supiera.
—Si quieres que te responda, primero vas a pedirme disculpas.
—¿Disculpas? —rió con desdén—. No dije ninguna mentira. Solo dije la verdad.
Me giré hacia él, firme, con la voz controlada pero firme.
—Entonces te vas a ir solo a casa. No voy a esperarte, no voy a cocinarte, y no voy a mover un dedo por ti.
Aaron me miró, herido en su ego.
—No te necesito, Linda. Puedo arreglármelas solo.
Se fue sin mirarme otra vez.
Resoplé con fuerza, mis manos temblaban ligeramente. No sabía si de rabia o de cansancio.
Ya no podía más con esto. Con esta locura. Con este hombre que no era mi esposo, aunque todos lo creyeran.
Cuando llegó la hora del almuerzo, fui directo al comedor. No tenía apetito. Y cuando vi a Marta, mi amiga de toda la vida, me acerqué a su mesa.
—Marta, necesito que me lleves con la bruja otra vez.
—¿Qué? Linda, tú misma me dijiste que nunca más. Dijiste que era una locura…
—¡Es importante! —interrumpí—. Te lo ruego.
Marta, aunque escéptica, sabía leer mis ojos. Y los míos estaban desesperados.
Aceptó.
Nos subimos a su auto, y el trayecto se hizo en silencio. Pero al llegar al callejón, lo supe al instante. Sabrina no estaba. Otra vez.
—Nada —murmuró Marta—. Es como si hubiera desaparecido.
Pero entonces me detuve. Sentí un escalofrío, como si algo invisible pasara junto a mí.
Miré a mi derecha… y la vi.
Sabrina. Caminando entre las sombras del callejón.
—¡Ahí está! —grité.
Corrí tras ella.
—¡Sabrina! ¡Sabrina, por favor, detente!
Ella no volteaba. Caminaba como si no escuchara.
—¡Te necesito! ¡Tienes que ayudarme, maldita sea!
Aceleré. Mis pies golpeaban el asfalto, sentía el sudor bajarme por la frente. Sabrina cruzó la calle sin mirar. Y yo… yo también.
No vi el auto.
Solo escuché el chirrido de las llantas.
Y el impacto.
Salí volando. No sé cuántos metros. Todo fue rápido. Luego lento. Luego… dolor.
Marta gritó mi nombre. Sentí que el mundo giraba, y mi brazo… mi brazo era fuego. Llantos, pasos, una voz.
—¡Señora, está bien! ¡Estoy aquí, soy policía!
—¡Que suerte que te atropelle un policía! —se burló mi amiga.
Vi una figura agacharse. Un hombre con uniforme. Me ayudó a sentarme con cuidado, me pidió que no me moviera.
—Lo siento. No la vi. ¿Está consciente?
Asentí, aunque apenas podía.
—Voy a llevarla al hospital. —Indicó
—Yo regresaré a la empresa y daré aviso a tu esposo. —me indicó Marta y desapareció.
El policía me subió en su patrulla, y fuimos al hospital. Allí, las noticias no fueron buenas: tenía el brazo fracturado. Al menos no fue peor.
—Voy a encargarme de los gastos —me dijo el hombre.
Lo observé bien por primera vez. Tenía unos ojos intensos, cejas gruesas, y hablaba con voz firme pero amable.
—Soy el comandante Sandoval. —se presentó
—¿Usted es el esposo de Roxana?
Él asintió, algo sorprendido.
—¿De dónde la conoce?
—Nuestros hijos juegan juntos fútbol en la escuela —dije, con voz débil—. Tomás y su hijo son compañeros.
Él sonrió. Apenas.
—No lo sabía.
—Soy Linda. —me presenté.
—Yo voy a encargarme de todo, no vaya a preocuparse por eso.
—No es necesario. —insistí.
Pero él no dio tregua.
De repente Aaron entró por la puerta del hospital, sentí un escalofrío. No sé si fue por su mirada arrogante o porque, simplemente, su presencia ya me incomoda.
Se acercó con ese andar despreocupado que hace que parezca como si nada en el mundo le afectara.
—Espero que mi esposa no haya causado mucho daño a su auto, comandante. A veces… puede ser algo torpe —dijo con su tono burlón de siempre, como si se tratara de una broma inofensiva.
Lo fulminé con la mirada. ¿En serio? ¿Eso era lo primero que se le ocurría decir?
Vi cómo el comandante Sandoval se tensaba al escucharlo. Lo noté de inmediato. Su expresión cambió, su cuerpo se endureció.
—Comandante Sandoval —intervine antes de que las cosas se pusieran peores—, él es… Pablo. Mi esposo.
El comandante me miró por un segundo, luego lo observó a él, como analizándolo a fondo.
—¿Así que usted es el esposo de Linda? —preguntó con firmeza.
—El mismo. —extendió su mano y el comandante le correspondió—. Entonces sabrá que le corresponde pagar todos los gastos médicos. Incluso una compensación.
—No es necesario —dije rápido, sintiendo que esto se salía de control—. Yo crucé sin mirar, fue mi culpa, no la de él.
—Por supuesto que pagaré —intervino el comandante—. Me encargaré de todo.
Cerré los ojos con frustración. Otra vez hablando por mí, como si yo no tuviera voz ni decisión.
—Ese asunto ya fue tratado conmigo —dijo el comandante, con ese tono de autoridad que no dejaba lugar a discusión—. Solo vine a asegurarme de que Linda estuviera bien.
Se volvió hacia mí.
—¿Necesitas algo más, Linda?
Abrí la boca para responder, pero Aaron se adelantó.
—Lo mínimo que puede hacer ahora es llevarnos a casa, ¿no cree? Después de todo.
Quise meterme debajo de la camilla del ridículo que me hizo pasar. El comandante lo miró, no contestó, pero asintió con un gesto seco.
El viaje fue silencioso. Yo iba en el asiento trasero, mirando por la ventana, con el brazo entablillado que me palpitaba con cada movimiento. Sentía la mirada del comandante por el retrovisor de vez en cuando, pero no decía nada. Agradecí ese silencio.