Amanecí con el brazo entumido por el yeso y el corazón aún enredado por la conversación de anoche. La casa estaba en silencio, pero yo ya no podía dormir más. Bajé con cuidado por las escaleras, sosteniéndome con la mano libre en el barandal. Apenas llegué al último escalón, lo vi. Ahí estaba, tirado como trapo viejo en el sofá, roncando sin pudor.
Me acerqué, y sin pensarlo demasiado, le di un leve sape en la cabeza.
—¡Despiértate! —le solté en voz baja, pero firme.
Abrió los ojos, medio confundido, frotándose la cabeza como si hubiera sido una bofetada. Me miró con el ceño fruncido, todavía medio dormido.
—¿Y eso? ¿Qué te hice ahora?
—Tomás va a bajar en cualquier momento, y no quiero tener que explicarle por qué su “papá” duerme en el sofá. Anda, muévete —le dije, caminando hacia la cocina.
Entré decidida a preparar el desayuno, como todos los días. Pero claro, había olvidado que hacer cualquier cosa con un solo brazo era una hazaña. Apenas intenté tomar el sartén, se me resbaló. Luego unos platos… el ruido fue escandaloso.
Suspiré frustrada. Iba a intentar recogerlos cuando sentí una presencia a mi lado. Aarón ya estaba agachado, levantando los trozos con cuidado. Me miró con una sonrisa ladeada.
—Ya, siéntate. Yo me encargo.
—¿Tú? ¿Cocinar? —me reí sin disimulo—. No sabes ni freír un huevo. Eres de esos mimados que tienen un chef para cada comida.
—Te estoy diciendo que te sientes —repitió con voz firme, sin levantar la mirada.
Bufé y tomé asiento frente a la isla de la cocina. Esperaba que quemara algo en cualquier momento, pero para mi sorpresa… no lo hizo. Movía las manos con seguridad, cortando ingredientes, controlando el fuego como alguien que lo había hecho mil veces.
—¿Y tú desde cuándo sabes cocinar? —pregunté, sin poder evitar el asombro.
—Desde siempre. De niño, cocinaba con mi mamá y mi hermana. Yo era el más pequeño, así que siempre estaba metido en la cocina —respondió sin detenerse—. Aprendí mucho… pero nunca lo hacía seguido. Cocinar era para momentos especiales, no algo de todos los días.
Lo dijo con una calma y una nostalgia que me desarmaron.
—Ni siquiera Sylvia sabía esto de mí —añadió después de un silencio.
Me sorprendió. Era la primera vez que lo veía así: sencillo, humano. No el jefe arrogante, no el hombre atrapado en el cuerpo de mi esposo, sino alguien… real. Me quedé observándolo en silencio.
Justo en ese momento, Tomás bajó corriendo por las escaleras. La escena que encontró fue tan inusual que se quedó congelado en el umbral.
—¿Papá? ¿Tú cocinaste?
—Claro, campeón. Hoy toca desayuno del chef papá —dijo Aarón, sirviendo los platos con una sonrisa orgullosa.
Nos sentamos los tres. Comimos entre bromas y risas. Tomás estaba encantado, Aarón parecía otro… y yo, por primera vez, no vi a Pablo en esa sonrisa. Vi a Aarón. Aarón Lancaster.
Ya en la oficina, Aarón soltó un gran resoplido mientras colgaba su chaqueta.
—Otro día más como conserje… —murmuró—. Pero es la única manera de encontrar a los verdaderos asesinos. Y proteger a Leo.
Lo miré con atención. Nunca lo había oído hablar así.
—Es la primera vez que te oigo preocuparte por alguien.
Él me miró de reojo, bajando un poco la voz.
—Leo es mi amigo. El único en quien siempre confié. Y ahora… también empiezo a preocuparme por ti. Y por Tomás.
No supe qué decir. Me quedé en silencio, con una sensación extraña en el pecho. ¿Era gratitud? ¿Confusión? ¿O algo más?
Aarón se fue, y yo comencé con mis labores. Hasta que, cerca del almuerzo, lo vi regresar con paso rápido, casi desesperado.
—¿Dónde está Marta? —preguntó sin siquiera saludar.
—Se fue hace un rato, ¿por qué? —respondí, sorprendida.
Tenía un fajo de documentos en las manos y el ceño fruncido.
—Estos reportes financieros… no los entiendo. Necesitaba que me ayudara con unas cifras.
Extendió los papeles hacia mí, y sin pensarlo, los tomé.
—A ver… —empecé a revisar con atención. Pasé las hojas, hice algunas anotaciones mentales… y luego lo vi.
Levanté la vista y lo miré directo a los ojos.
—Aarón… alguien te está robando en tu empresa. Y desde hace tiempo.
Aarón frunció el ceño, se inclinó hacia mí, y volvió a revisar los reportes con rapidez, como si esperara que algo hubiera cambiado. Yo ya había hecho los cálculos en mi cabeza: pequeñas cantidades, repetidas durante años… una fortuna.
—Son montos mínimos, casi imperceptibles, pero constantes. Como hormigas llevándose el azúcar. Si sumas todo… es muchísimo.
—¡Mierda! —masculló Aarón, apretando los dientes—. ¿Cómo no me di cuenta antes?
Estaba a punto de lanzar otra maldición, cuando Igor se acercó.
—Perdón que interrumpa… —dijo—. Vengo a entregar esto.
Nos tendió la invitación.
—¿Qué es esto? —pregunté, desconfiada.
—Están invitados a la fiesta de la empresa —respondió con tono de anuncio importante.
Me reí sin poder evitarlo.
—¿Nosotros? ¿Invitados a esa fiesta? Eso es imposible. Las invitaciones son solo para la alta dirección, y hasta donde sé, no ascendieron a los conserjes y recepcionistas.
Igor se encogió de hombros, divertido.
—Pablo me pidió que consiguiera una invitación doble. Asumí que era para ustedes dos. ¿No es así Pablo?
—Aaa si, si, creo sí.
Me quedé mirando el sobre, atónita.
—Seguramente querías darme una sorpresa… —dije, más para mí que para él—. Hace poco me habías dicho que solo uno de los dos podría ir. ¡Qué gran sorpresa!
—Sí, eso pensé yo también —añadió Igor—. Ya sabes cómo es Pablo… siempre con un plan en la cabeza.
Me dolió escucharlo en pasado, pero no dije nada.
—¿Y por qué harían una fiesta ahora, si Aarón Lancaster está muerto? —preguntó Aarón, cruzando los brazos.
Igor bajó un poco la voz.
—Eso también fue raro para mí. Pero llegó una circular: la fiesta será un homenaje a él…