Cuando el Jazmín Despertó

Capitulo 1

Mateo detestaba los lunes. No por la avalancha de correos electrónicos o la perspectiva de una semana laboral interminable en la silenciosa biblioteca de la universidad donde catalogaba viejos manuscritos. No, su aversión particular por los lunes residía en un evento mucho más personal y, hasta hacía poco, predeciblemente ausente: Sofía.

Antes, los lunes eran un oasis de paz. Llegaba temprano, se preparaba un café tan cargado que podía revivir a un tiranosaurio y se sumergía en el polvoriento encanto de las páginas antiguas. El susurro de sus propios movimientos y el lejano murmullo del despertar de la ciudad eran la banda sonora habitual. Pero desde hacía tres semanas, sus lunes habían sido invadidos por un aroma dulzón e insistente a jazmín y por una presencia… vibrante.

Sofía había aparecido como una ráfaga de color en la paleta sepia de su existencia. Se había matriculado en el último semestre de historia, justo a tiempo para el curso avanzado sobre civilizaciones precolombinas que Mateo, a pesar de su juventud, impartía con una seriedad casi monacal. Desde el primer día, su energía parecía llenar el aula, desbordándose hacia el tranquilo rincón de la biblioteca que Mateo consideraba su santuario antes de clase.

Ahora, cada lunes, alrededor de quince minutos antes de las ocho, la escuchaba llegar.

—¡Ay, no me digas! —exclamó una voz femenina, clara y melodiosa, seguida de una risa contagiosa—. ¡Qué barbaridad!

Mateo suspiró sin levantar la vista de su pergamino. Ahí estaba. Sus risas, a menudo dirigidas a alguien invisible al otro lado del pasillo, resonaban a través de las estanterías. Sus pasos, aunque no intencionalmente ruidosos, parecían tener una cadencia alegre y despreocupada que contrastaba con la solemne procesión de los demás estudiantes.

—¿Perdón? ¿En serio te dijo eso? —continuó la voz, ahora más cerca—. ¡Qué tipo tan… peculiar!

Y luego, el aroma. El inconfundible, embriagador aroma a jazmín que se adhería a ella como una segunda piel, invadiendo su espacio, distrayéndolo de la meticulosa tarea de verificar la datación de un pergamino andino.

Mateo suspiraba, dejando caer suavemente la pluma de caligrafía sobre la mesa cubierta de papeles. No era que Sofía fuera desagradable, al menos no directamente con él. De hecho, apenas habían intercambiado más que un cortés saludo al inicio de cada clase. Su cabello oscuro, a menudo recogido en una trenza descuidada de la que escapaban rizos rebeldes, enmarcaba un rostro de facciones delicadas y ojos grandes y curiosos que parecían absorber todo a su alrededor. Su entusiasmo por la historia era genuino, algo que Mateo, en su fuero interno, no podía dejar de admirar.

Pero todo en ella – su vivacidad, su aparente facilidad para conectar con los demás, incluso el persistente aroma floral – chocaba frontalmente con la meticulosa y silenciosa burbuja en la que Mateo se había construido su vida. A sus veintisiete años, Mateo ya se sentía como un alma antigua atrapada en un cuerpo joven. Disfrutaba de la compañía de los libros más que de las personas, encontraba belleza en la precisión de los hechos históricos y se refugiaba en la predictable rutina de sus días.

El amor, tal como lo veía en las novelas que ocasionalmente hojeaba por curiosidad académica, le parecía un concepto caótico y desordenado, lleno de emociones turbulentas y distracciones innecesarias. Su mundo era ordenado, lógico, y la repentina irrupción de Sofía amenazaba con desestabilizar ese delicado equilibrio.

Hoy, como cada lunes desde su llegada, Mateo sintió una punzada de irritación cuando el aroma a jazmín se intensificó al otro lado de la estantería. Escuchó una breve carcajada y el sonido de una silla siendo arrastrada.

—¡Ay, perdón! —dijo Sofía, su voz ahora justo al lado de la estantería que los separaba—. No quería interrumpir si estabas… ¿trabajando?

Mateo levantó la vista, encontrándose con los ojos brillantes de Sofía que lo miraban con una sonrisa ligeramente culpable. Una hebra de cabello oscuro se había soltado de su trenza y danzaba cerca de su mejilla. El aroma a jazmín era casi palpable.

—Estaba concentrado —respondió Mateo, su tono más seco de lo que pretendía.

La sonrisa de Sofía se atenuó ligeramente. —¿Ah, sí? Lo siento. Es que me encontré con Elena y estábamos… poniéndonos al día.

—Entiendo —dijo Mateo, volviendo su atención al pergamino, aunque las palabras ahora parecían bailar borrosas ante sus ojos.

Hubo un breve silencio, interrumpido solo por el suave roce de las páginas. Mateo esperaba que ella se fuera, que continuara su conversación en otro lugar, lejos de su santuario de silencio y polvo.

—Es fascinante lo que haces aquí, ¿verdad? —preguntó Sofía de repente, apoyándose en la estantería y asomando la cabeza para verlo mejor—. Todos estos manuscritos antiguos… ¿alguna vez encuentras algo realmente sorprendente?

Mateo suspiró internamente. Esta era su peor pesadilla: una interacción prolongada.

—Ocasionalmente —respondió concisamente, sin hacer contacto visual.

—¿En serio? ¿Como qué? ¿Algún secreto perdido de los incas? ¿Un mapa a una ciudad de oro? —Su entusiasmo era palpable.

Mateo finalmente levantó la mirada, encontrándose con sus ojos llenos de una curiosidad genuina. Por un instante, la irritación se disipó, reemplazada por una punzada de algo que no supo identificar.

—Más bien, la confirmación de una fecha previamente disputada o la identificación de un escriba desconocido —dijo Mateo, intentando transmitir la emoción, aunque sabía que probablemente fallaba—. Cosas… relevantes para la historia.

La sonrisa de Sofía regresó, aunque con un matiz divertido. —Bueno, para mí eso también suena emocionante. ¿Puedo ver lo que estás haciendo?

Mateo dudó. Permitir que esta ráfaga de jazmín y alegría invadiera su meticuloso trabajo le parecía una invitación al caos. Pero la curiosidad brillante en los ojos de Sofía tenía algo… innegable.



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En el texto hay: amor

Editado: 03.05.2025

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