Capitulo 3

La semana transcurrió para Mateo con una creciente inquietud. La idea del café con Sofía, que inicialmente había parecido una tregua curiosa, ahora se sentía como una potencial confrontación. Su comentario sobre el perfume de jazmín había sido más directo de lo que pretendía, y temía haberla ofendido.

Llegó a la cafetería con la mandíbula ligeramente tensa, eligiendo su mesa apartada de costumbre. Pidió su café cargado y esperó, repasando mentalmente posibles disculpas y tratando de anticipar la reacción de Sofía.

Ella llegó puntual, pero su sonrisa no tenía el brillo habitual. El aroma a jazmín parecía incluso más intenso de lo normal, casi defensivo.

—Buenas tardes, Mateo —dijo, su tono más formal de lo acostumbrado.

—Sofía —respondió él, levantándose brevemente. La atmósfera era palpable, cargada de una tensión que no había existido en sus breves interacciones anteriores.

Pidieron sus bebidas en silencio. Cuando la camarera se retiró, el silencio se extendió, pesado e incómodo.

—Así que… café —comenzó Mateo, sintiéndose torpe—. Gracias por aceptar.

—No tenía nada mejor que hacer —respondió Sofía secamente, mirando hacia la ventana.

Mateo sintió un escalofrío recorrerlo. Su comentario sobre el perfume la había molestado profundamente.

—Sofía, sobre lo que dije el lunes… no quería ser grosero. Solo… noté su perfume.

—¿Notó mi perfume? —repitió ella, volviéndose hacia él con una mirada fría—. ¿O quiso decir que le desagradó? Porque sus cejas fruncidas cada vez que me acerco a la biblioteca no dejan mucho a la imaginación.

Mateo se sintió acorralado. No se había dado cuenta de que su disgusto era tan evidente.

—Yo… no era mi intención…

—¿No era su intención? —interrumpió Sofía, su voz elevándose ligeramente—. Pues lo logró. Cada vez que entro a ese rincón de la biblioteca, siento su… desaprobación silenciosa. ¿Qué le molesta tanto de mi presencia? ¿Es que una estudiante entusiasta interrumpe su contemplación de pergaminos polvorientos?

El tono de Sofía lo tomó por sorpresa. Nunca la había visto así, tan airada.

—No es eso en absoluto —se defendió Mateo, sintiendo cómo su propio temperamento comenzaba a encenderse—. Simplemente… valoro el silencio en mi espacio de trabajo. Y su… energía… es a veces… perturbadora.

—¿Perturbadora? —exclamó Sofía, incrédula—. ¿Mi entusiasmo por aprender es perturbador? ¿Mi risa es una ofensa para sus oídos delicados?

—No dije eso —replicó Mateo, tratando de mantener la calma—. Solo que… somos personas diferentes. Usted es… vibrante. Yo soy más… reservado.

—¡Reservado! —Soltó una risa amarga—. ¡Usted es un ermitaño en potencia! Parece que el simple hecho de que alguien respire cerca de usted le causa urticaria. Y para que lo sepa, mi "jazmín" como usted lo llama, me recuerda a mi abuela. Así que la próxima vez que quiera hacer un comentario despectivo sobre él, piénselo dos veces.

El capuchino de Sofía llegó, y lo tomó con un movimiento brusco, evitando la mirada de Mateo. El silencio volvió a caer entre ellos, esta vez cargado de resentimiento.

—Disculpe si mi presencia perturba su… santuario —dijo Sofía finalmente, su voz aún tensa—. No volveré a molestar su preciado silencio en la biblioteca.

Se bebió un sorbo largo de su capuchino, con la mirada fija en la calle. Mateo sintió un nudo en el estómago. No quería que se sintiera así. Aunque su presencia a veces lo irritaba, nunca había deseado ofenderla.

—Sofía… yo…

—Gracias por el café, Mateo —interrumpió ella, levantándose—. Pero creo que he perdido el apetito para seguir conversando.

Tomó su bolso y se marchó, dejando a Mateo solo con su café doble y el amargo sabor de sus palabras en la boca. El aroma a jazmín persistía en el aire, pero ahora le parecía agrio, como espinas ocultas entre los pétalos. Su intento de construir un puente había terminado en un abrupto derrumbe, y la perspectiva de ver a Sofía en clase el lunes se sentía ahora como una confrontación ineludible.