Capitulo 4

El fin de semana se arrastró para Mateo como un códice polvoriento sin traducir. La imagen de la espalda tensa de Sofía al salir de la cafetería y el eco cortante de sus palabras resonaban en su mente. No le gustaba sentirse así, culpable y con la sensación de haber causado daño. Su intención nunca había sido herirla, solo… expresar una ligera molestia por la interrupción de su rutina. Pero sus palabras, torpes y sin tacto, habían logrado precisamente lo contrario.

El lunes por la mañana, Mateo llegó a la universidad con una resolución firme: debía disculparse con Sofía. No para justificar su comportamiento, sino para reconocer que sus palabras habían sido hirientes. Se dirigió directamente al aula donde impartía su curso de civilizaciones precolombinas, con la esperanza de encontrarla antes de que comenzara la clase.

El aula estaba casi vacía. Unos pocos estudiantes dispersos hojeaban sus apuntes. Mateo escudriñó el lugar, buscando la familiar trenza oscura y la presencia vibrante de Sofía. Pero no estaba allí. Quizás llegaría tarde, pensó, sintiendo una punzada de ansiedad.

La clase comenzó, y Sofía no apareció. Mateo intentó concentrarse en la lección, pero su mente divagaba constantemente. ¿Estaría evitándolo? ¿Habría decidido cambiar de curso? La idea lo incomodó más de lo que quería admitir.

Al finalizar la clase, Mateo se acercó a una de las estudiantes que solía sentarse cerca de Sofía.

—Disculpa, ¿sabes si Sofía se encuentra bien? No ha asistido hoy.

La estudiante lo miró con extrañeza. —¿Sofía? ¿La chica que siempre huele a jazmín? Ella no está en este paralelo, profesor. Ella está en el paralelo B, con la profesora Andrade.

Mateo sintió como si un balde de agua fría lo hubiera empapado. ¿Otro paralelo? ¿Cómo no se había dado cuenta? En su ensimismamiento, en su irritación por su presencia en la biblioteca, nunca se había detenido a considerar los detalles de su inscripción.

Un escalofrío recorrió su espalda. Su encuentro en la biblioteca, su presencia constante cerca de su santuario matutino… no era parte de su rutina académica regular. Ella no tenía por qué estar allí.

Una oleada de confusión y una punzada de algo parecido a la vergüenza lo invadieron. Su disgusto, sus cejas fruncidas, su necesidad de "silencio"… todo había sido dirigido a alguien que simplemente compartía su interés por la historia y, casualmente, el mismo espacio físico antes de clases que él consideraba suyo.

Salió del aula con una sensación de irrealidad. ¿Cómo podía haber sido tan absorto en sí mismo? La imagen de Sofía, con su entusiasmo genuino y su curiosidad palpable, ahora se teñía de una nueva luz. Ella no era una intrusa en su mundo académico; era una compañera, aunque en un camino ligeramente diferente.

La necesidad de disculparse se intensificó. No solo por sus comentarios sobre el perfume, sino por su actitud general, por su cerrazón ante su presencia. Pero ahora, la tarea se volvía más complicada. Tendría que encontrarla en el otro paralelo, un territorio desconocido.

Preguntó por el aula de la profesora Andrade y se dirigió hacia allí con paso decidido, aunque con una creciente incertidumbre en el pecho. Al llegar, la clase ya había comenzado. Se detuvo en la puerta, sintiéndose un intruso esta vez.

A través de la ventana, la vio. Estaba sentada en la tercera fila, su cabello recogido en una trenza, escuchando atentamente a la profesora. Su perfil era delicado, y por un instante, Mateo sintió una punzada de algo que se parecía mucho al remordimiento.

Respiró hondo y decidió esperar a que terminara la clase. No quería interrumpir. Se apoyó contra la pared del pasillo, sintiendo el peso de su error y la urgencia de enmendarlo. El aroma a jazmín, aunque tenue desde la distancia, le llegó como un suave recordatorio de su torpeza y de la persona a la que había juzgado tan injustamente. Ahora, encontrar las palabras correctas para disculparse se sentía más importante que nunca.