Capitulo 8

Las semanas que siguieron al segundo café se deslizaron con una ligereza inusual para Mateo. Su rutina en la biblioteca seguía siendo su ancla, pero ahora estaba salpicada por los encuentros casuales con Sofía, las conversaciones animadas sobre temas que iban desde la fascinante decadencia de la civilización Maya hasta la frustrante belleza de las series de Fourier. Descubrió que la mente curiosa de Sofía saltaba con facilidad entre los números primos y los patrones iconográficos, encontrando conexiones inesperadas entre mundos aparentemente dispares.

Empezaron a almorzar juntos ocasionalmente en el comedor universitario. Mateo, acostumbrado a la soledad silenciosa de su mesa habitual, se encontraba disfrutando de las risas de Sofía y sus observaciones agudas sobre la vida estudiantil. Ella le contaba anécdotas divertidas de sus clases de cálculo, de los extraños rituales de los estudiantes de física antes de los exámenes, y de su pasión secreta por la poesía latinoamericana. Mateo, a su vez, compartía fragmentos de las historias que desenterraba entre los pergaminos, intentando transmitirle la emoción que sentía al reconstruir un pasado olvidado.

Un martes por la tarde, después de una larga sesión de estudio en la biblioteca, Sofía lo invitó a caminar por los jardines de la universidad. La luz dorada del atardecer se filtraba entre los árboles, creando un ambiente cálido y tranquilo.

—Necesito un respiro de tanta integral definida —dijo Sofía con un suspiro juguetón—. Mi cerebro está empezando a ver símbolos griegos por todas partes.

Mateo aceptó de buen grado. El aire fresco era un cambio agradable del olor a papel antiguo, y la compañía de Sofía se había convertido en algo que esperaba con anhelo. Caminaron en silencio por un rato, disfrutando del canto de los pájaros y del suave murmullo de otros estudiantes.

—Sabes, Mateo —dijo Sofía de repente, deteniéndose junto a un rosal en flor—, al principio pensé que eras… un poco gruñón.

Mateo se encogió de hombros con una sonrisa tímida. —Soy… reservado. Y su energía era… intensa.

—¡Intensa en el buen sentido, espero! —exclamó Sofía con una risa. Luego su tono se volvió más suave—. Pero descubrí que detrás de ese bibliotecario silencioso hay una pasión increíble por la historia. Y… eres más divertido de lo que aparentas.

Un calor agradable se extendió por el pecho de Mateo ante sus palabras. Nunca se había considerado divertido.

—Tú también eres… más que una estudiante entusiasta con perfume de jazmín —respondió, mirándola a los ojos.

La sonrisa de Sofía se iluminó. —Oh, ¿así que el jazmín ya no le molesta tanto?

—Digamos que… me he acostumbrado a su agradable persistencia —admitió Mateo, sintiendo un ligero rubor en sus mejillas.

Se quedaron en silencio por un momento, la mirada de Mateo perdida en los pétalos carmesí de una rosa.

—Hay algo que quería preguntarte —dijo Sofía, su voz ahora un poco más seria.

Mateo la miró, sintiendo una punzada de curiosidad.

—¿Sí?

—¿Alguna vez… te has sentido atraído por alguien? De verdad atraído. No solo intelectualmente, como por un códice fascinante.

La pregunta lo tomó desprevenido. Su mundo había estado tan centrado en los libros y el pasado que rara vez se había permitido considerar ese tipo de conexión. La idea del "amor" seguía siendo para él un concepto abstracto, algo que leía en las novelas pero que no experimentaba en su propia vida.

Miró a Sofía, a sus ojos brillantes y curiosos, a la forma en que una suave brisa movía los mechones oscuros alrededor de su rostro. El aroma a jazmín flotaba suavemente en el aire. Por primera vez, se permitió considerar la posibilidad de que la respuesta a su pregunta pudiera estar justo frente a él, floreciendo silenciosamente como una rosa en el jardín de la universidad.

—No lo sé —respondió Mateo con sinceridad, su voz apenas un susurro—. Creo que… tal vez… ahora sí.