La respuesta de Mateo flotó en el aire entre ellos, cargada de una incertidumbre recién descubierta. Sofía lo miró con una intensidad suave, esperando quizás una confirmación más clara, una certeza que él aún no poseía.
Un instante de silencio se extendió, roto solo por el zumbido distante de una abeja revoloteando cerca de las rosas. Mateo sintió una oleada de vulnerabilidad, una sensación extraña y ligeramente vertiginosa. Nunca se había permitido ser tan honesto consigo mismo, mucho menos con otra persona.
Sofía dio un pequeño paso hacia él, y Mateo notó el ligero rubor que comenzaba a extenderse por sus mejillas. Sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de curiosidad y algo más… una calidez que hizo que el pecho de Mateo se sintiera inexplicablemente ligero.
—¿Tal vez sí? —repitió Sofía en un susurro, su voz cargada de una suave pregunta.
Mateo asintió lentamente, sus ojos fijos en los de ella. En ese momento, el mundo a su alrededor pareció desvanecerse. El canto de los pájaros se hizo distante, el murmullo de los estudiantes se apagó. Solo existían ellos dos, bajo la luz dorada del atardecer, unidos por una conexión que había florecido silenciosamente entre pergaminos polvorientos y ecuaciones complejas.
Dio un paso vacilante hacia ella, y Sofía hizo lo mismo. La distancia entre ellos se acortó hasta que solo quedaron unos pocos centímetros. Mateo podía sentir el suave aliento de ella en su rostro, percibir la intensidad del aroma a jazmín que ahora no le parecía una invasión, sino una dulce promesa.
Su mano se elevó lentamente, dudando por un instante antes de rozar suavemente la mejilla de Sofía. La piel de ella era cálida y suave bajo sus dedos. Sofía cerró los ojos ligeramente, inclinando la cabeza hacia su toque.
El corazón de Mateo latía con fuerza, un ritmo desconocido que resonaba en sus oídos. Nunca se había sentido así, tan intensamente consciente de otra persona. Era como si un nuevo mapa se estuviera desplegando dentro de él, revelando territorios emocionales inexplorados.
Lentamente, se inclinó, su mirada fija en los labios de Sofía. Ella entreabrió los suyos ligeramente, y en ese instante, cualquier duda o reserva que Mateo pudiera haber tenido se desvaneció.
Sus labios se encontraron en un contacto suave, casi tembloroso al principio. Fue un beso inocente, una exploración tímida de un nuevo territorio. Pero a medida que sus labios se asentaron, la timidez se desvaneció, reemplazada por una oleada de emociones que Mateo nunca había sabido que existían. Había ternura, curiosidad, y una conexión profunda que trascendía las palabras.
El beso duró solo unos segundos, pero en ese breve instante, el mundo de Mateo se transformó. El silencio de la biblioteca, la lógica fría de los manuscritos, todo palideció en comparación con la calidez y la vitalidad que sentía en ese contacto.
Se separaron lentamente, sus ojos encontrándose de nuevo. La sonrisa de Sofía era suave y radiante, iluminada por la luz del atardecer.
—Creo que… eso responde a mi pregunta —dijo ella en un susurro, su aliento aún cálido contra sus labios.
Mateo sintió una sonrisa torpe pero genuina extenderse por su propio rostro. Por primera vez, la rigidez que a menudo lo caracterizaba pareció desvanecerse, reemplazada por una suavidad recién descubierta.
—Creo que sí —respondió él, su voz ligeramente ronca.
Se quedaron en silencio por un momento, tomados de las manos, observando cómo el sol se hundía en el horizonte, pintando el cielo de tonos naranjas y rosas. El aroma a jazmín se mezclaba con la fragancia de las rosas, creando un perfume embriagador que parecía encapsular el momento.
En ese jardín de la universidad, entre el lenguaje silencioso de las flores y el murmullo suave del atardecer, Mateo descubrió que el amor no era un concepto abstracto en un libro polvoriento. Tenía un aroma dulce, una sonrisa radiante y la geografía inesperada de un primer beso. Y por primera vez en mucho tiempo, Mateo sintió que el futuro, al igual que un mapa recién descubierto, estaba lleno de posibilidades emocionantes.