Sé que tengo veintitrés años, pero esta mañana me he despertado como si hubiera vivido el doble. Y no esa versión glamurizada que sale en anuncios de crema antiedad. No. La verdadera. La que se levanta con la espalda protestando, las ojeras reclamando la custodia compartida del sueño y una sensación de derrota tan profunda que hasta da pereza analizarla.
Abro los ojos y, por puro instinto, cierro uno otra vez. No por sueño. Por autoprotección. Porque sé que la persona que voy a encontrar al otro lado del espejo es la versión posapocalíptica de mí misma: la que llora bajito para no molestar, la que sonríe por compromiso, la que teme que alguien le pregunte cómo está porque tendría que admitir la verdad.
Estoy mal. Pero no quiero decirlo demasiado alto. No vaya a ser que suene real.
Me incorporo con calma. La habitación está fría, como si la calefacción hubiera dimitido sin previo aviso. O quizá soy yo la que va helada por dentro. No lo descarto.
Llego al baño. Apoyo las manos en el lavabo antes de atreverme a subir la mirada. Y cuando por fin lo hago.
—Maravilloso —murmuro.
Ahí estoy. La evidencia viviente de mi propio desastre. Las ojeras haciendo horas extra. Los labios pidiendo auxilio. El pelo con apariencia de haber sobrevivido a algo meteorológico.
No sé cuándo acepté vivir así. Bueno, sí lo sé. Desde la ruptura. O “la liberación”, como él lo llamó, muy tranquilo, como si aquello fuese un acto de generosidad. Como si arrancarme el corazón con delicadeza fuera digno de agradecimiento.
Resoplo.
Sigo tocada. Han pasado semanas. Debería estar mejor. No lo estoy. Cuando alguien te convence de que estar a su lado es un privilegio, cuesta recordar que tú también merecías algo. Y yo tardé demasiado en notarlo.
Abro el grifo. El agua sale helada. Perfecto. Así me despierto sin permitirme pensar demasiado.
Mientras me mojo la cara, siento un pinchazo en el pecho. No es dolor ni ansiedad. Es… calor. Una vibración bajo la piel, como si me hubieran encendido algo por dentro. Apenas dura un segundo. Luego desaparece.
Frunzo el ceño. Me pasa últimamente. Supongo que es agotamiento emocional premium, edición coleccionista. A veces pienso que debería tener un seguro exclusivo para estos síntomas raros que no salen en Google.
Me visto con lo primero que encuentro: unos vaqueros cansados de existir, una camiseta que predica que el café es terapéutico (y honestamente, lo es más que mi ex), y una sudadera grande que funciona como armadura. No para el frío. Para el mundo.
Me miro de nuevo. Sin glamour. Sin filtros. Sin mentiras.
—Bueno, Liz —susurro—. A sobrevivir.
Me preparo un café. Me lo bebo sin esperar y, obviamente, me quemo. Fantástico. Dolor emocional acompañado de dolor físico. Mi vida es un combo.
Cojo la mochila y salgo a la calle. El aire fresco me golpea la cara como un “espabila” amable.
Camino entre la gente sintiéndome descolocada, como si el mundo sonara demasiado alto para mí.
“Liz, tienes que espabilar.”
“Prefiero llorar.”
¿Qué quería yo, realmente, antes de él? No tengo ni idea.
Estoy justo en ese punto cuando sucede.
Un tirón en el pecho.
Fuerte. Preciso. Como si alguien invisible hubiera estirado un hilo desde dentro de mí hacia algún lugar que no puedo ver.
Me detengo en seco. Un ciclista casi me atropella.
—¡Perdona! —digo sin pensar.
Él me mira como si yo fuera la típica persona que se planta en medio del camino para reflexionar sobre su existencia. Puede que no esté tan lejos de eso.
El corazón me va rápido. La piel se me eriza. Un sudor frío me recorre la nuca. Miro alrededor. No hay nada extraño, nadie observándome, ninguna amenaza escondida.
Pero dentro de mí, algo susurra:
No estás sola.
No sé por qué.
No sé quién.
No sé qué significa.
El pensamiento se me queda agarrado en algún sitio, como un dedo frío en la nuca que no sé apartar. Me deja quieta, plantada en mitad de la calle, mientras intento recordar cómo se respira sin que el pecho proteste.
Al final consigo llenar los pulmones. Me abrazo los brazos para volver a sentir mi cuerpo y echo a andar de nuevo, fingiendo que no ha pasado nada. Sé que miento. Lo noto en esa parte de mí que nunca calla: algo se está moviendo por dentro, algo se abre paso sin pedir permiso, y no tengo claro si viene en son de paz o con intención de sacudirme la vida.
Cuando llego a casa siento como si hubiera vuelto de un turno interminable, aunque lo único que he hecho es sobrevivir al día. Cierro la puerta y el silencio se me viene encima. Antes ese silencio era refugio; ahora cae como un recordatorio incómodo de que ya no comparto nada con nadie.
Dejo las bolsas en la encimera. Me quedo quieta un momento. Hay tazas en el fregadero que no he lavado, la planta de la ventana se rinde poco a poco y el sofá acumula la ropa que prometí recoger. Todo parece detenido. O quizá soy yo la que está detenida dentro de todo esto.
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Editado: 17.12.2025