La noche está tranquila. Demasiado. Camino por el límite norte del territorio con las manos en los bolsillos, contando pasos que no necesito contar.
Y aun así, mi lobo no se relaja. El aire trae olor a tierra mojada, a corteza, a vida moviéndose donde debe. Si todo se mantuviera en ese margen, mi cabeza también lo haría. Patrullar es rutina. Ritmo. Una forma de mantener al lobo donde toca. Y, a veces, una forma de mantenerme a mí lejos de lo que podría romper algo.
Respiro y sé que él está despierto. No agresivo, pero alerta. Ese tipo de alerta que me avisa antes que cualquier ruido.
—Tranquilo —susurro.
Su energía se arrastra contra la mía, impaciente. El bosque, sin embargo, sigue igual. Nada fuera de sitio. Hasta que, sin aviso, algo se quiebra.
Me paro. No por un sonido, sino por un latido que no reconozco. Un calor breve en el pecho, como si alguien hubiera tocado una cuerda demasiado tensa.
El lobo alza la cabeza dentro de mí. No pregunta. Solo exige.
Inhalo.
Ahí está.
Un olor.
No fuerte. No extraño. Simplemente… distinto. Y lo detesto desde el primer segundo.No por desagradable, sino porque no encaja en ningún lugar de mi memoria. Mi mandíbula se tensa.
—¿Qué demonios…?
No es humano. Tampoco es cambiante. No pertenece a ninguna manada. Y ese vacío de origen es lo que más me irrita. Nada sin nombre debería poder invadir mi territorio. El lobo empuja. Fuerte. Como si ese aroma fuera una orden. Como si llevara esperándolo toda la vida y yo fuera el último idiota en enterarse.
No le doy ese gusto.
O lo intento.
Aprieto los puños.
Control.
Siempre control.
Pero mis pasos avanzan igual, arrastrados por ese rastro. El olor es fresco, reciente, como una brisa que no quiere perderse. Se mezcla con el bosque. Con mi respiración. Con algo que no debería estar latiendo dentro de mí.
No es miedo. Es reconocimiento. Y eso me enfada más que cualquier intruso.
La última vez que el lobo se fijó en alguien, casi dejo medio territorio en ruinas. Y no tengo intención de repetirlo.
Trato de girar, de cortar el rastro, pero mi cuerpo no coopera. El lobo tira hacia adelante como si supiera a dónde vamos.
Como si supiera quién está al final. Respiro hondo, buscando claridad. El olor vuelve a entrar.
Suave.
Cálido.
Inaceptable.
Por un segundo, demasiado breve, no soy el alfa. No soy el guardián. Solo soy un hombre atrapado entre su propio pulso y un lobo que no piensa soltar la presa.
—Controla —gruño.
No lo hace.
Sigue empujando, ansioso, como si el bosque hubiera cambiado de dueño sin avisarme. No entiendo qué está pasando. Pero sé que algo ha roto mi noche. Mi rutina. Mi paz. Algo que exige ser encontrado. Y eso nunca es bueno. Nunca.
Me doy cuenta demasiado tarde de que sigo caminando. No porque quiera. Sino porque el rastro ya me tiene.
El bosque empieza a hacerse más delgado. Los árboles se separan, el suelo se vuelve duro, sucio, mezclado con asfalto viejo. Al fondo, la ciudad ilumina el cielo como una amenaza. Un recordatorio de por qué evito este sitio siempre que puedo.
La ciudad ilumina el cielo como una amenaza. Pero el olor va en esa dirección. Y el lobo no piensa dar la vuelta.
—Ya basta —murmuro.
La respuesta es su silencio arrogante. Se queda detrás de mis costillas, empujando, como si pudiera atravesarme y salir primero. A veces siento que lo hace a propósito, solo para ver cuánto más puedo aguantar.
Cruzo el límite del bosque. Piso asfalto. Las farolas tiñen la calle de un amarillo enfermizo. Un coche pasa. Luego una moto. Al otro lado, una pareja que camina demasiado cerca del peligro sin saberlo. Y entonces el olor me golpea.
De lleno.
Ya no es un rastro perdido entre hojas. Aquí es claro. Afilado. Entra por la nariz y baja al centro del pecho como si estuviera hecho para eso. Me detengo. Cierro los ojos. Podría contener el aire. Podría girarme. Podría hacer lo que haría cualquier alfa sensato.
Inspiro.
Y vuelvo a hacerlo.
Soy idiota.
O estoy perdiendo el control.No sé cuál de las dos cosas prefiero.
Es un olor cálido, casi cítrico al principio, pero con un fondo que no tiene explicación. Algo antiguo. Algo que pesa. No es humano. No es nuestro. No pertenece a nada que conozca.
Abro los ojos y camino entre la gente como si nada. Dos chicos fumando. Una mujer hablando demasiado rápido. Un perro que intenta olfatearme la pierna.
El lobo gruñe por dentro.
Fuera.
Ni siquiera es una amenaza, es territorio. No le hago caso. No estoy aquí por eso. El olor tira de mí. Una cuerda invisible. Me hace pasar por calles que vigilo desde lejos, nunca desde dentro. Demasiado humanas, demasiado vulnerables a cosas que no alcanzan a entender.
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Editado: 17.12.2025