Cuando El Mal Se Disfraza

Relato Uno: El Hostal Fantasma

La oscuridad colgaba sobre nosotras como un sudario, mientras la lluvia martillaba la carretera y nos hacía sentir pequeñas ante lo que acechaba en la noche., paradas como dos ingenuas cautivas a merced de cualquier viajero errante dispuesto a desatar la violencia dormida en su alma perversa y cruel. El vehículo en el que nos trasladábamos se negó a volver a encender; por más que lo intenté, no logré que arrancara de nuevo. Nuestros teléfonos celulares no tenían señal, y fue entonces cuando decidimos tentar nuestra suerte y echar a caminar en busca de ayuda. Íbamos andando mientras contábamos chistes para ocultar el miedo que nos recorría por dentro, tratando de convencer a nuestros cuerpos de que todo estaba bien. Pero estábamos solas, en medio de la nada, expuestas, indefensas, y un terror profundo nos calaba hasta los huesos ante lo que pudiéramos encontrar en aquella carretera oscura y solitaria.

Después de caminar lo que me pareció una eternidad —aunque al mirar el reloj me percaté de que solo habían pasado treinta minutos—, Sarah y yo divisamos una marquesina de neón a un lado del camino. Era una estación de servicio… o eso creímos. Juraría que ese lugar no estaba allí cuando pasamos por el mismo sitio unas horas antes. A medida que nos acercábamos, sentí cómo los pelos de la nuca se me erizaban, y aunque nunca he sido supersticiosa, en ese momento solo quería dar la vuelta y refugiarme en la seguridad relativa de nuestro coche. Pero de solo pensar en lo que diría Sarah, en sus burlas en el trabajo, decidí callar y seguirla. Su rostro reflejaba alivio, y no quería ser yo quien destruyera sus esperanzas.

Cuando llegamos frente al establecimiento, me di cuenta de que no se trataba de una gasolinera, sino de un hostal. Igual servía: podríamos utilizar el teléfono, llamar a una grúa y salir cuanto antes de aquel lugar.

—Apresúrate, Elisa —me dijo Sarah, con un hilo de impaciencia—. A este paso llegaremos en Año Nuevo.

—¿Qué dices? Voy a tu ritmo —respondí, forzando una sonrisa que no sentía.

—Se ven luces encendidas en la recepción. Debe seguir abierto —añadió.

Pero antes de que pusiera la mano en el picaporte, un grito desgarrador surgió de los arbustos cercanos. Era un alarido de desesperación, como si estuvieran torturando a alguien. Luego vino un golpe seco, sordo. Pude sentir cómo el miedo me invadía hasta cada célula; y al ver el color del rostro de Sarah, supe que estaba tan aterrorizada como yo. Sin dudarlo, empujamos la puerta y entramos apresuradas. Estaba abierta, pero la recepción estaba vacía.

El hostal tenía una decoración lúgubre que parecía absorber la luz: sillones de cuero rojo gastado, una alfombra antigua con manchas oscuras, paredes que alguna vez fueron blancas pero que ahora estaban cubiertas de suciedad y grietas profundas. Un pasillo casi en penumbras se extendía frente a nosotras, con ocho puertas a los lados, numeradas del 201 al 208. La última, al fondo, emitía una luz más intensa que las demás, como si nos llamara.

Retrocedimos. Decidimos esperar a que alguien apareciera. Sarah estaba visiblemente afectada, aunque no quisiera admitir lo que ambas sabíamos: ese lugar era El Hostal Fantasma. En Roscheet Hill, el pueblo donde crecimos, se decía que aparecía de la nada cuando los viajeros quedaban varados, como un faro en la niebla que atraía a los marineros hacia su perdición. Yo jamás lo creí… hasta ahora.

El silencio afuera era más aterrador que cualquier grito o golpe que pudiéramos escuchar. Quise correr, gritar, huir con todas mis fuerzas hacia el coche, pero mis piernas no respondían. Esa sensación de vulnerabilidad me estaba volviendo loca.

—Elisa… deberíamos tocar las puertas y pedir ayuda —dijo Sarah, su voz temblaba, apenas un hilo—. Este lugar… me da miedo —añadió, sollozando.

—Tranquila, Sarah —le dije, aunque mi voz sonaba tan vacía como mi confianza—. Tenemos que mantener la calma.

—Solo toquemos una puerta, y si nadie contesta, esperamos hasta el amanecer —propuso.

Asentí. Sarah tocó la puerta de la habitación 201, y esta comenzó a abrirse sola, emitiendo una luz brillante que iluminó el pasillo como si la habitación misma respirara. Dentro, la habitación parecía pulcra y decorada con un estilo antiguo: papel tapiz floral, cortinas doradas que absorbían la luz, una cama perfectamente tendida. No había nadie. Sarah dio un paso hacia adentro, pero la sujeté del brazo.

—¿Qué crees que haces? —susurré.

—Tenemos que revisar —insistió.

—No, no tenemos que hacer nad…

Antes de que pudiera terminar, la puerta se azotó con un estruendo que nos hizo saltar del susto. Tratamos de abrirla, pero estaba trabada. Las luces del pasillo comenzaron a parpadear hasta apagarse. Cuando regresó la electricidad, ya no estábamos en el pasillo. Estábamos dentro de la habitación. Nos miramos sin comprender cómo era posible.

La oscuridad se volvió espesa, casi palpable. Algo se arrastraba por el suelo, rascando y golpeando las paredes, como si el mismo edificio respirara y estuviera vivo. Busqué el teléfono en mi bolsillo para usar la linterna, pero cuando lo encendí, algo me lo arrebató y me cortó la muñeca. Grité de dolor, abrazando mi brazo ensangrentado, y llamé a Sarah, pero no respondió.

Cuando la luz regresó, la habitación estaba deteriorada, sucia, como el resto del hostal. Sarah yacía en el suelo, en posición fetal, con el rostro desencajado. Al principio pensé que estaba muerta… hasta que abrió los ojos y me miró, fija, incapaz de pronunciar palabra alguna.




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