Cuando El Mal Se Disfraza

Relato Dos: El precio del deseo

Nunca he sabido por qué aquella noche tomamos el desvío. El cielo se partía en dos con cada relámpago, y el sonido del trueno parecía venir de dentro del coche. Becky iba al volante, los nudillos blancos, los ojos fijos en la carretera que se deshacía bajo la lluvia. Yo trataba de mantener la calma, pero la aguja del combustible ya rozaba el rojo. El mapa, empapado sobre mis rodillas, no mostraba ningún pueblo en varios kilómetros. Fue entonces cuando vimos las luces del hostal.

No era más que una estructura de madera ennegrecida, encajada entre árboles que parecían muertos. Un cartel colgaba de una cadena oxidada: Hostal del Roble Viejo. Las letras estaban medio borradas, pero la palabra “abierto” seguía iluminada, parpadeando con un zumbido débil. Becky me miró, y sin decir nada, giró el volante.

El viento nos golpeó de frente al bajar del coche. El aire olía a humedad, a tierra removida y a algo más… un aroma rancio, como de flores marchitas o carne vieja. Tocamos la puerta principal, y un sonido metálico se perdió en la oscuridad. Nadie contestó, pero al segundo intento, la puerta cedió sola, chirriando.

Dentro, la penumbra era espesa. Una lámpara colgante oscilaba sobre el vestíbulo, lanzando sombras que parecían moverse con vida propia. Detrás del mostrador había una campanilla. La hice sonar.

Entonces apareció la mujer.

No sabría decir su edad. Tenía el cabello tan gris que parecía plateado, recogido en un moño tenso. Su rostro era delgado, casi translúcido, y sus ojos… vacíos, pero atentos, como si me observaran desde muy lejos. Vestía un delantal antiguo, manchado de algo que no quise reconocer.

—Buscamos refugio —dije—. El coche se averió.

—Por supuesto —respondió ella con una sonrisa que no llegó a los ojos—. Siempre hay espacio para quienes llegan en noches como esta.

Su voz era grave, como el eco de una cueva. Nos dio una llave vieja, marcada con el número trece. Becky me apretó la mano.

La habitación estaba al final del pasillo, justo frente a un gran espejo agrietado. Las paredes estaban cubiertas por papel amarillo y húmedo, y el suelo crujía con cada paso. Una sola vela alumbraba la mesita junto a la cama.

No quise dormir. Había algo en el silencio del lugar que no era natural. Escuchaba el viento, sí, pero también algo más, como si alguien respirara detrás de la pared. Becky se quedó dormida pronto, su rostro iluminado por el parpadeo de la llama. Yo seguí despierto, contando los segundos entre relámpago y trueno.

No sé cuándo comencé a oír los susurros.

Primero creí que era el viento colándose por las rendijas, pero después las voces se hicieron más nítidas. Eran femeninas, jóvenes, riendo en un tono casi infantil. Me levanté despacio, caminé hasta el espejo del pasillo. La risa venía de ahí, lo juro. Toqué el vidrio. Estaba helado.

Entonces, entre dos relámpagos, lo vi: una figura detrás de mí. Alta, de cabello largo y oscuro, con una sonrisa cortada por la sombra. Giré de golpe, pero el pasillo estaba vacío. Solo la vela seguía temblando.

Volví a la habitación. Becky murmuraba en sueños. Se movía inquieta, llamando mi nombre entre jadeos. Cuando la sacudí, abrió los ojos de par en par.

—Peter —susurró—, no abras la puerta.

Me quedé helado.

—¿Qué puerta?

Pero ya era tarde. La manija del pasillo se movía sola.

La puerta se abrió con un golpe. La mujer del hostal estaba allí, de pie, inmóvil, con la misma sonrisa. Traía una bandeja entre las manos.

—Pensé que querrían algo caliente —dijo.

Sobre la bandeja había dos tazas de porcelana. El vapor olía a canela y algo dulce, pero Becky se apartó.

—No —dijo con voz temblorosa—. No queremos nada.

La mujer la observó largo rato, sin moverse. Luego sonrió más ampliamente y dijo:

—A veces, lo que se desea tiene un precio.

Se retiró con paso lento, y la puerta se cerró sola tras ella.

Esa frase se quedó dándome vueltas en la cabeza. Becky estaba pálida. Le tomé las manos; estaban frías como el hielo.

—Tenemos que irnos —dijo—. No ahora. Mañana, en cuanto amanezca.

No dormimos. Las voces volvieron, más cerca. En algún punto, el reloj del pasillo dio las tres, y algo comenzó a golpear desde el techo. Pasos. Pasos pesados que iban y venían justo encima de nosotros.

Al amanecer, el hostal estaba cubierto de niebla. Bajamos al vestíbulo, pero la mujer no estaba. Solo un niño, de unos ocho años, jugaba con un muñeco de trapo en una esquina.

—¿Dónde está la señora? —pregunté.

El niño levantó la vista. Tenía los ojos completamente negros.

—Ella ya se fue —dijo—. Ahora el trato es con ustedes.

Becky gritó. El muñeco cayó al suelo, y entonces vi que tenía nuestro rostro.

Salimos corriendo, tropezando con las tablas húmedas, pero la puerta principal no cedía. Era como si la madera respirara, viva, riéndose. Becky golpeaba con los puños. Yo la ayudé, una y otra vez, hasta que la puerta se abrió de golpe. Afuera, el mismo bosque. La misma tormenta. El coche seguía allí, con las luces encendidas.




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