Cuando El Mal Se Disfraza

Relato Tres: “El Instituto” La maldición del cuarto piso

Mi nombre es Sophia. Tengo diecisiete años, dos amigos —Lucas y Giliana, mellizos inseparables— y una historia que, aunque desearía borrar, sigue respirando detrás de cada silencio. Estudiamos en el High School Gwinnett, en Richmond, Virginia; un edificio enorme, gris, con pasillos que huelen a desinfectante y a secretos viejos.

Nuestra escuela es tan poblada que las aulas parecen cárceles atiborradas. Setenta y seis estudiantes por clase. Setenta y seis respiraciones, setenta y seis voces, setenta y seis maneras de odiar los lunes. Lo pienso a menudo: si yo fuera maestra, ya me habría lanzado por una ventana o asfixiado con un borrador antes de soportar tanto ruido.

Pero no vine a hablar de eso. Vine a contar lo que pasó en ese instituto, en ese cuarto piso donde nadie sube, donde el aire no se mueve y las sombras parecen tener nombre.

Ese año nos tocó organizar el festival escolar. Cada curso debía encargarse de un área distinta y, por algún golpe del destino, mi clase fue elegida para preparar la feria principal: el tiovivo. Qué gran suerte, ¿no? —dije en su momento—, con el mismo entusiasmo que tendría alguien al anunciar su propia ejecución.

Yo debía liderar la brigada de logística: agua, gaseosas, alimentos, organización general… y sí, comida. No porque sea una glotona (aunque un poco sí), sino porque es lo único que me da paz entre tanto caos.

A veces pienso que si no fuera por Lucas y Giliana ya habría terminado en un psiquiátrico. Ellos equilibran mi neurosis, me hacen reír, y en los días malos, cuando la escuela se siente como una jungla, son el único motivo por el que no prendo fuego al laboratorio de química.

Y entonces está Robert Spencer.

Alto. Atléticamente perfecto. Cabello rojo, sonrisa peligrosa, pecas adorables sobre la nariz y unos ojos verdes que podrían detener el tráfico. Mi crush eterno. Lo observo desde segundo año. Nunca me mira más de un segundo, pero cuando lo hace, el mundo deja de girar.

Mi estrategia para sobrevivir a esa adoración unilateral es sencilla: esconderle mis bolígrafos, mis reglas o cualquier cosa que pueda servirme de excusa para hablarle. Cada día un objeto distinto, para no parecer obvia. A veces, cuando me entrega lo que le pido, sus dedos rozan los míos, y eso basta para hacerme flotar unas horas. Sí, lo sé, soy patética, pero también feliz.

Lo extraño es que, en un lugar donde todo el mundo finge ser normal, hay un piso que nadie pisa.

El cuarto piso.

Una planta abandonada desde hace años. Los rumores corren desde antes de que yo llegara: gritos nocturnos, pasos en los pasillos, luces que se encienden solas. Algunos dicen que fue allí donde una profesora perdió la razón durante una clase y decidió convertir el aula en un infierno.

Doña María, la conserje más vieja del instituto —una mujer dulce que huele a canela y lejía— fue la única que me lo contó todo. Me dijo que una tarde, sin aviso, aquella maestra de matemáticas se levantó, roció gasolina sobre su escritorio y prendió fuego a todo. Cerró la puerta desde fuera, con setenta y seis alumnos dentro. Luego subió al tejado, tarareando una canción que nadie supo reconocer, y se lanzó sobre el coche del director.

Dicen que los bomberos llegaron tarde. Que los cuerpos se fundieron en minutos. Que el aula ardió, pero el resto del piso apenas se manchó de humo.

La policía halló el cadáver de la maestra con los ojos abiertos y un libro negro entre las manos, un volumen que desapareció antes de que llegaran los forenses. Desde entonces, el cuarto piso quedó sellado. Oficialmente es un depósito de archivos muertos, pero todos sabemos que es algo más.

Doña María me advirtió con su voz temblorosa:
—No subas nunca ahí, niña. Ese piso está maldito.

Y aunque lo tomé como una de esas advertencias de abuela supersticiosa, algo dentro de mí sintió frío.

Llegó el día del festival.

La carpa principal ocupaba todo el campo de fútbol, decorada con luces y guirnaldas que daban un aire casi mágico. En el centro, el tiovivo giraba lento, con su música de feria. Payasos repartían globos, niños corrían, los profesores fingían sonreír.

Yo, en cambio, me escondía detrás de una bolsa de papas fritas, intentando evitar la mirada de los payasos. Los odio. No sé si es culpa de Netflix o de mi imaginación, pero ver esas sonrisas pintadas me provoca escalofríos.

Estaba en eso cuando la profesora de curso se acercó.
—Sophia, necesito que subas al aula y traigas la carpeta con la lista de asistencia. La dejé sobre mi escritorio.
—¿Yo? ¿No puede ir alguien más? —intenté excusarme.
—Todos están ocupados —respondió, antes de levantar la mano y hacer una seña.

Cuando seguí su mirada, lo vi: Robert venía hacia nosotras. Con esa sonrisa que me desarma.

—Robert, acompaña a Sophia al edificio académico, por favor —ordenó la profesora, y antes de que pudiera replicar, desapareció entre la multitud.

Robert me miró, y sin decir nada, comenzó a caminar.
—Vamos, Sophi —dijo—. No quiero perderme la humillación de Miller en el medidor de fuerza.

No sabía a qué se refería, pero lo seguí. El edificio estaba casi vacío. La noche caía, y las luces del pasillo parpadeaban. Subimos en silencio.




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