Mi nombre es Elena, y nunca olvidaré aquel viaje. Todo comenzó como una simple escapada recreacional organizada por mi oficina; un grupo de compañeros, la mayoría apenas conocidos, decidimos alejarnos del ruido de la ciudad, de los correos electrónicos interminables y de la rutina asfixiante de nuestro trabajo en la compañía de seguros. La idea era sencilla: un fin de semana en un pueblo remoto, rodeados de bosque y montañas, sin señal de celular, para reforzar el compañerismo. Nadie podía imaginar lo que nos esperaba.
El lugar elegido fue Raven Hollow, un pueblo diminuto en las Montañas Apalaches, Virginia Occidental. Según el GPS y los mapas que consultamos antes de partir, eran apenas unas veinte casas dispersas entre la neblina perpetua y los árboles que parecían abrazar la carretera, como guardianes de secretos antiguos. El aire olía a humedad y tierra mojada; el cielo estaba cubierto de nubes grises que prometían lluvia, y la carretera de acceso era tan estrecha y serpenteante que sentir miedo era inevitable. Mientras conducía mi auto, acompañada de Marco y Julia, no podía dejar de sentir que cada curva nos alejaba más de la seguridad del mundo conocido y nos adentraba en algo que no podíamos controlar.
El pueblo nos recibió con un silencio extraño. No había coches en la calle principal, ni niños jugando, ni la habitual vida que uno espera en un pueblo. Solo el sonido de las hojas mecidas por el viento y el crujir de las ramas secas bajo nuestros pies. La posada donde nos alojaríamos, The Hollow Inn, era un edificio de madera antigua, con ventanas grandes y oscuras que reflejaban nuestra llegada como si nos juzgaran. Al bajarnos del auto, sentimos un frío que no parecía venir del clima, sino de la sensación de ser observados.
Nos recibió la posadera, una mujer de edad indefinida, con el cabello recogido en un moño rígido y ojos que parecían huecos. Su voz era suave, pero contenía un filo que nos erizó la piel:
—Bienvenidos a Raven Hollow. Aquí encontrarán paz… siempre que respeten las reglas.
Nadie se atrevió a preguntar cuáles reglas. No hacía falta. La advertencia estaba en el aire, impregnada en cada sombra que se alargaba con la puesta del sol.
El primer día transcurrió con aparente normalidad. Exploramos el bosque cercano, tomamos fotografías, reímos durante la cena, y algunos se acercaron al bar del pueblo donde la cerveza local era servida con sonrisas corteses pero vacías. Yo no podía quitarme la sensación de que algo nos observaba. Cada sombra bajo los árboles, cada crujido de la madera de la posada me parecía sospechoso, y en más de una ocasión me sorprendí mirando detrás de mí, esperando ver a alguien o algo que no estaba allí… hasta que noté que Marco y Julia compartían la misma inquietud, pero la disimulaban con risas nerviosas.
Esa noche, nos reunimos en la sala principal de la posada. Éramos diez en total: Marco, Julia, yo, Carlos, Silvia, Omar, Ana, Felipe, Diana y Ricardo. Decidimos jugar a un juego de cartas para pasar el tiempo. La chimenea crepitaba, proyectando sombras danzantes en las paredes de madera. En un principio todo era normal, aunque la sensación de ser vigilados nunca desapareció. Pero algo cambió cuando Diana, que se sentaba al extremo de la mesa, afirmó en voz baja:
—Escuché pasos afuera.
Todos nos miramos, riendo nerviosamente, pensando que era su imaginación. La posada era antigua, la madera crujía, y el viento golpeaba los cristales. Sin embargo, algo en la mirada de Diana me hizo sentir que decía la verdad. Me levanté y fui a la ventana más cercana; afuera, la niebla lo cubría todo. No se veía nada, salvo la línea borrosa de los árboles y la carretera que desaparecía en la oscuridad. Ningún movimiento, ningún sonido que pudiera explicarlo.
El primer incidente ocurrió alrededor de la medianoche. Ricardo desapareció. Al principio pensamos que estaba jugando una broma; se había levantado para ir al baño y simplemente no regresó. Buscamos por la posada, subimos y bajamos escaleras, revisamos cada habitación, pero no había rastro de él. La puerta principal estaba cerrada por dentro, y nadie había entrado o salido. Fue entonces cuando oímos un susurro, apenas audible, que parecía provenir del bosque:
—No deberían estar aquí…
El miedo se apoderó de todos. Julia comenzó a llorar, y Marco intentó calmarla mientras yo revisaba los alrededores. Fue inútil. A las tres de la madrugada, la sensación de ser observados era casi física. Cada sombra parecía moverse con voluntad propia, y un aroma rancio, metálico, nos llegó a la nariz. No sabíamos si era Ricardo, pero la certeza de que algo había irrumpido en nuestra seguridad nos paralizaba.
El día siguiente fue peor. Carlos y Silvia se ofrecieron a explorar el pueblo en busca de ayuda, pero solo llegaron a las afueras del bosque antes de desaparecer ellos también. No quedaba duda: alguien o algo nos acechaba. Cada callejón parecía más oscuro de lo normal, y las casas del pueblo estaban vacías, silenciosas, con ventanas que reflejaban nuestra imagen deformada por la distancia y la niebla. La posadera apenas nos dirigía la mirada, como si estuviera acostumbrada a estas desapariciones y supiera que no habría forma de detenerlas.
La tensión entre nosotros comenzó a crecer. Los que quedábamos empezamos a sospechar unos de otros. Omar afirmaba que alguien dentro del grupo debía estar manipulando la situación, mientras Ana juraba que no había fuerzas humanas detrás de lo que pasaba. Nadie se atrevía a salir solo; los que intentaban buscar comida o agua regresaban pálidos, murmurando cosas incoherentes sobre siluetas que los observaban desde el bosque. Diana insistía en que la posadera estaba involucrada, que ella conocía la historia del pueblo y que nos habían traído allí para un propósito oscuro.
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Editado: 24.10.2025