Cuando El Mal Se Disfraza

Relato Cinco: La luz sobre Mount Erelyn

Mi nombre es Helena Ward, y soy microbióloga. Trabajo en el Instituto Ártico de Estudios Atmosféricos, pero jamás imaginé que mi investigación me llevaría a un lugar como Blackridge, Alaska. Nunca olvidaré la primera vez que llegué al pueblo: las luces navideñas parpadeaban entre la nieve polvorienta, los pinos cubiertos de escarcha crujían con el viento, y las calles, desiertas, parecían un set abandonado de alguna película de terror. El sheriff Lucas Gray me esperaba en la entrada de la ciudad. Su expresión era una mezcla de escepticismo y preocupación; como si la vida misma le hubiera enseñado que algo andaba muy mal en su pueblo, y que yo solo era una intrusa que todavía no lo comprendía.

—Dra. Ward —dijo, extendiéndome la mano—. No sé qué esperan que encuentre usted aquí. Lo que ocurrió no tiene explicación racional.

Asentí, intentando sonar profesional, aunque un escalofrío me recorrió la columna. El aire era denso, húmedo y olía ligeramente a tierra quemada y a metal oxidado, un aroma que no podía identificar pero que me resultaba inquietantemente familiar. Lucas condujo su camioneta por la carretera principal, y mientras pasábamos frente a las casas, noté algo extraño: todas las puertas y ventanas estaban cerradas, pero los adornos navideños permanecían encendidos, como un gesto absurdo de normalidad. Nadie salía a saludarnos, y los perros que vimos corriendo por los patios parecían más espectros que animales.

—Han cerrado la escuela —dijo Lucas, con voz seca—. Los restaurantes, la tienda del pueblo, incluso el bar… todo. Nadie quiere salir de su casa. Y no es por el frío. Es otra cosa.

No dije nada, pero sentí un nudo en el estómago. Me había entrenado para enfrentar lo desconocido, pero la sensación de que algo invisible nos observaba me heló hasta los huesos. Lucas me llevó hasta la estación del sheriff, un edificio de madera que parecía resistir milagrosamente la humedad y el frío. Allí me presentó a su ayudante, Derek, un hombre joven y eficiente, pero había algo raro en él; su sonrisa no alcanzaba sus ojos, y sus movimientos eran demasiado rígidos, como si estuviera controlado por algo externo.

—Bien, Helena —dijo el sheriff—. Te voy a llevar a Mount Erelyn. Fue ahí donde aparecieron las luces en su radar ¿verdad?

Asentí. Desde la distancia, la montaña parecía una silueta oscura recortada contra el cielo gris. Aún recordaba las imágenes de satélite: una luz intensa que se había posado sobre la cima durante horas, sin explicación. Desde esa noche, los habitantes comenzaron a comportarse de forma extraña: murmuraban solos, se quedaban horas mirando al cielo, y algunos incluso desaparecieron sin dejar rastro.

—¿Y los desaparecidos? —pregunté, intentando mantener la calma.

—Demasiados —contestó Lucas, con un gesto amargo—. Cada semana alguien más. Nadie habla, todos evitan mirar a los vecinos. Es como si algo se hubiera infiltrado en el pueblo.

Condujimos por caminos estrechos y helados. La nieve crujía bajo las ruedas, y cada curva que tomábamos me acercaba más a lo desconocido. Me sentía como si nos internáramos en otro mundo. Finalmente, llegamos a un sendero que ascendía la montaña. Allí dejamos la camioneta y comenzamos a caminar. La nieve llegaba hasta mis rodillas, y el aire era tan frío que mis pulmones ardían.

—Toma esto —dijo Lucas, entregándome un par de guantes y una máscara térmica—. Vas a necesitarlo.

Asentí, ajustando mi equipo, mientras sentía cómo cada paso me acercaba a algo que no podía comprender. Durante horas caminamos, en silencio, siguiendo rastros de luz que parecían flotar entre los árboles. Finalmente llegamos a un pequeño claro, y fue entonces cuando lo vi.

Una masa amorfa, brillante, casi líquida, se deslizaba por la nieve. No tenía forma definida, pero emanaba una energía que hacía que mi piel se erizara. La luz que proyectaba era blanca, fría, y reflejaba el cielo oscuro. Sentí un miedo irracional; no era solo la masa en sí, sino lo que estaba haciendo. Lucas y Derek parecían perturbados, pero yo, como científica, intenté racionalizarlo.

—Es… biológica —dije en voz baja—. Algo que evoluciona fuera de nuestro conocimiento.

La masa avanzaba hacia un antiguo sistema de alcantarillado que descendía hasta el pueblo. Allí entendí todo. No era solo la montaña. La sustancia estaba infiltrándose en Blackridge, mezclándose con el agua, el suelo y el aire. Sus efectos ya se podían ver: las calles vacías, los comercios cerrados, los habitantes que caminaban como sombras, y la violencia silenciosa que emanaba de todos ellos.

—Derek… —empecé a decir, señalando al joven—. Mira cómo se comporta.

El sheriff me miró con gravedad. Derek había comenzado a tararear una canción infantil, pero sus ojos estaban fijos, vacíos, y la rigidez de su cuerpo no parecía humana. Lucas me indicó que retrocediera, pero yo no podía apartar la vista. El horror se mezclaba con fascinación científica. Esta masa no solo consumía físicamente, sino que corrompía la mente.

—Tenemos que documentarlo —susurré—. Necesito muestras.

Lucas negó con la cabeza, preocupado.

—No puedes tocar eso, Helena. Ni siquiera acercarte. Ya es demasiado tarde para algunos.

Pero yo tenía que entenderlo. Me acerqué al borde del alcantarillado, donde la masa comenzaba a deslizarse entre los tubos. Extendí un brazo con un contenedor sellado, y justo cuando lo tocaba, un impulso frío me recorrió el cuerpo. Escuché un grito lejano, pero no era de dolor; era un lamento, una voz que parecía surgir de todas partes y de ninguna. Retrocedí, temblando, mientras la masa desaparecía por el sistema subterráneo.




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